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La calle a tragos

Cristóbal G. Montilla

Pablo nos prestó su voz

Pablo Aranda les prestaba su torrente de palabras a quienes la derrota les arrebataba la posibilidad de expresarse y, prácticamente, de existir

Hace justo una semana, este agosto cruel y atípico -alérgico a la tregua- nació matando. Cuando andábamos ensimismados en un mediodía lánguido que pregonaba otra exhibición del terral, el mes veraniego por excelencia empuñó para su estreno el mazo y apretó el botón de 'shock' en los corazones de quienes ni siquiera sabíamos que Pablo Aranda estaba enfermo. Y quienes seguían al tanto de la encomiable lucha en la que buscó hasta el final el aliento de sus libros de cabecera, perdieron la esperanza de que la injusta y caprichosa vida no forzase un prematuro epílogo en la biografía de un tipo genial.

Como no podía ser de otra manera tratándose de este malagueño que siempre llevaba encendida una sonrisa, el feroz ataque de tristeza me derivó enseguida a un recuerdo feliz. Para rebelarme contra el arrebato de impotencia e indignación, sentí que me transportaba casi dos décadas en el tiempo y regresé a esa mañana de junio de 2003 en la que visité en su piso de la Alameda de Capuchinos a un desconocido Pablo Aranda, que acababa de compartir con Juan Manuel de Prada el palmarés del Premio Primavera de Novela como finalista con 'La otra ciudad'.

En aquella época, Pablo se despertaba cada mañana con la ilusión de que su labor como educador social ayudara a dejar en un mal viaje o en una triste anécdota de la infancia algún que otro delito cometido por los menores a los que atendía a diario. Aquel novelista con tanto futuro se aferraba con humildad a la oportunidad que le había dado el presente. Era consciente de que, repentinamente, a sus 35 años se le había empezado a llamar escritor a alguien como él. A un artesano de la literatura que llevaba desde la pubertad escribiendo y le prestaba su voz a quienes la derrota les había arrebatado la posibilidad de expresarse y, prácticamente, de existir. Pablo le prestaba su torrente de palabras a quienes no tenían voz. Pablo nos prestó a todos su voz: al que lo leyó o tuvo la suerte de conocerlo.

En sus primeros libros, pisamos el asfalto y la ley de la calle junto a Paco, el protagonista de 'La otra ciudad'; palpamos en 'Desprendimiento de rutina' su maestría para coquetear con el humor y la ironía; o nos metimos en la piel de Nuria para atravesar en 'El orden improbable' la puerta de los mismos bares en los que habíamos desatascado las cerraduras de la noche en esta isla mediterránea. Luego, celebramos que 'Ucrania' lo convertía en el primer autor autóctono que ganaba el Premio Málaga de Novela. Y vimos crecer a Fede al ritmo imparable de su alianza con la literatura infantil, sin perder pie con cada una de las novelas para adultos en las que se corroboraba lo complejo que es construir un universo creativo y descorchar un estilo propio. En 'El protegido' o 'Los soldados' retornamos al epicentro de su narrativa para citarnos con aquellas criaturas de la ficción que Pablo concibió como «gente de aquí y ahora que busca su lugar en el mundo».

Con el paso del tiempo, sus artículos en 'Sur' y la faceta de gestor cultural expandieron por otros círculos el carisma natural de este apasionado intelectual, que generaba cariño y consenso a su paso. Pablo Aranda no fue sectario cuando ciertos cometidos le insinuaron que podía llegar a serlo. Y esto también le honraba. Sus pequeños detalles nos invitaban a identificar la empatía vocacional que él derramó, embutido en su traje elegido de viajero bondadoso, durante una inquieta travesía por este azaroso planeta.

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