Los jardines son una de las sustanciaciones más sublimes del genio humano; también una de las más frágiles, circunstancia inherente a la materia viva con la que son trazados. No sólo por la inexorabilidad de la muerte de las plantaciones, ya sea por enfermedad o por intervención humana: también la excesiva lozanía de algún ejemplar o adiciones bienintencionadas pero poco meditadas pueden malograr las cualidades espaciales e inmateriales del jardín como creación del intelecto. Con estas premisas, la supervivencia de un jardín lo largo del tiempo -más allá de la de los árboles y plantas que lo compongan? se alza a la categoría de milagro; y como tal interpretará el investigador de la Arquitectura moderna el descubrimiento de que uno de los jardines particulares diseñado por Fernando García Mercadal en los 40 ha llegado hasta nuestros días. Allí está: la foto cenital de Google de 2020 muestra con nitidez el jardín de la casa Cantó en la confluencia de las calles Amador de los Ríos y Manuel del Palacio. Y en lo que parece ser un prístino estado de conservación del diseño original, de inspiración nazarí: terrazas abancaladas, fuentes, ejes subrayados por cursos de agua y setos geométricos. Así, el estudioso acudirá con la urgencia que imprime la conciencia de que el bien no posee protección legal que ampare su continuidad, mientras ensaya por el camino algunas palabras de presentación con la esperanza de que los propietarios le franqueen la entrada para poder documentar el milagro. Pero, una vez más, se constata la fría realidad: los milagros no existen. Ni fuentes, ni setos, ni árboles; lo que allí hay es un vallado de obra tras el que se alzan unos pilares de hormigón. Has llegado tarde por poco, amigo. El jardín de los Cantó es historia, sólo queda escribirle un epitafio.