Pablo Neruda, uno de los grandes poetas del XX, falleció en tal día como hoy de 1973, a los pocos días del golpe de Pinochet en Chile. Aunque nadie de izquierda podía sentirse seguro (quizás Neruda murió envenenado), su entierro convocó a muchos cientos, que rodeados de soldados con metralleta marcharon de su casa en Santiago al Cementerio General, concluyendo con La Internacional, algo que de milagro no los llevó a acompañar al difunto. Ha habido buena literatura sobre este entierro y la grandeza del momento, pero ningún relato me impresiona tanto como el que Jorge Edwards incluye en su novela sobre el poeta Oh Maligna (Acantilado, 2019). En él refiere el juicio sobre el muerto de un gran crítico literario pinochetista, amigo del finado («un poeta, más allá de todo lo demás»), que asistió al sepelio con abrigo de pelo de camello, y el modo en que aguantó allí casi hasta el final.