Ese fue el título mi primer artículo en estas páginas de La Opinión de Málaga. Dignísima cátedra, en las que cada día confluyen muy ilustres firmas, no pocas de ellas de buenos amigos. Fue el 6 de junio del 2009. No dejó de ser una buena conjunción en una carta astral orlada de números propicios. Tres veces el seis (por el día, el mes y por ser sábado) y además el 9, que puede hacer de 6, reflejado al revés.

He repetido hoy el mismo título que encabezaba hace 11 años aquel modesto texto primigenio: '¡Europa, Europa!'. Renuevo así un pequeño homenaje que ya ofrecí entonces a la Unión Europea y a los que la hicieron posible. Siempre con mi gratitud por haber convertido esta tierra de feroces conflictos fratricidas -cuyo escenario ha sido nuestra Europa durante demasiados siglos- en tierras de bienestar, de civilizada convivencia y de culturas fecundas. El ver publicado ese artículo es algo que agradecí como un auténtico privilegio. Que permitió a este modesto aficionado a las 'belles lettres' el transitar por esa singladura sabatina en esta augusta casa a lo largo de algo más de una década. Honor y privilegio que no dejo de agradecerles cada semana.

Por cierto, fue un buen despertar el del pasado lunes. Los periódicos nos anunciaban esa mañana que en la invariablemente inteligente Suiza los ciudadanos habían votado el día anterior en un importante referéndum federal. El voto fue tajantemente desfavorable a la iniciativa del Partido del Pueblo Suizo (SVP) para suprimir la actual libertad de circulación de personas provenientes de la UE a través de las fronteras helvéticas y al mismo tiempo y por rebote liquidar con esa maniobra otros tratados comunitarios de gran calado. Los prudentes suizos han rechazado esa locura. Gracias a Dios, los diferentes tratados que unen felizmente a la Confederación Helvética con la Unión Europea no se tocarán.

La verdad es que no dejó de ser emocionante. Después de unos años horribles, con un brexit británico, cada vez más tóxico, con el telón de fondo de tantos florecimientos envenenados de multiformes fascios, de uno y otro signo. Eclosionando todos por los cuatro puntos cardinales. Sin olvidar las catástrofes medioambientales y sanitarias que no cesan. Por eso ha sido una bocanada de salutífero oxígeno este veredicto de la voluntad popular de uno de los pueblos más decentes, sensatos e inteligentes de este atribulado planeta: el suizo. Gobernados a su vez, como no podía ser de otra forma, por unos dirigentes que se toman muy en serio el intentar ser intachables. Gobernantes que sienten pasión por la verdad, la honestidad y el camino recto. Con una lealtad sin fisuras al mandato de sus leyes y las exigencias de su código moral.

El gran Albert Einstein siempre admiró a Suiza. Incluso tuvo la nacionalidad helvética entre 1901 y 1955. También la admiraba, aunque con menos limpieza de espíritu, aquel luciferino pontífice máximo de una de las ideologías que con más saña ha paseado sus patologías por este martirizado mundo: Vladimir Ilich Uliánov Lenin. Él también apreciaba a Suiza, sobre todo en la época de su exilio ginebrino. Por cierto, nunca le pagó al maestro Zino Davidoff los últimos y aromáticos habanos que retiró de su legendaria tienda en el número 2 de la rue de Rive.

Sí, Suiza es un maravilloso pequeño gran país, ejemplar en tantos aspectos. Si no existiera, tendríamos que inventarlo. Sobre todo para poder seguir aprendiendo de sus múltiples sabidurías. Confieso que hoy siento ante su ejemplo, aparte de gratitud y alegría, una sanísima envidia.