Veo en la tele que está lloviendo. Podría verlo por la ventana, dado que, en efecto, cae un chaparrón. Pero verlo en la tele me da cierta distancia, una distancia como de que está lloviendo muy lejos. Sin embargo, llueve en mi ciudad. Me lo dice un señor al que le han dado un micrófono y un anorak azul y al que han puesto bajo la lluvia para decirme que llueve. Y para que se empape. Cierro las persianas para no ver nada por la ventana y para que así el trabajo del señor del micro y el anorak tenga sentido. Por lo que veo a sus espaldas está en mi calle. Oigo la lluvia dar en las persianas y apago la tele. Al rato las subo y veo que ha parado la lluvia. Las vuelvo a bajar, miro la tele y el reportero sigue bajo la lluvia. Algo no va bien. O va con retardo.

El caso es que el señor del anorak azul, que ya está empapado, anuncia un aguacero de incalculable magnitud. Lo dice así. Saboreando las sílabas. Incalculable magnitud. Me asusto y vuelvo a cerrar las ventanas, que a estas alturas ya no sé si las tengo entornadas, abiertas, clausuradas o cómo. Completamente a oscuras, subo el volumen a la tele. El aguacero engulle al señor, a su micrófono y a su anorak. Pese a ello continúa hablando. Dice que mañana lloverá aún más. Se cuela un rayo de sol por la ventana. Juro que se cuela. Yo creía que lo de se cuela un sol por la ventana era de novela cursi, pero esta realidad es fea y tozuda y el rayo está ahí. Atraviesa la ventana, persiana y ventana y se cuela por una rendija. Los rayos raramente están solos así que me imagino que hay muchos más.

Podría ser que el sol fuera radiante, que es lo que son los rayos como Dios manda. Pero no me atrevo a mirar por la ventana. En la tele sigue lloviendo.