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Escarmentar con la pandemia

Cualquiera diría que el virus está jugando con nosotros. Hace nada, Asturias era casi casi zona libre de virus, el paraíso. Hace nada, era la muestra de que una sanidad pública potente era garantía infalible contra la pandemia. Hace nada, recelaba de las hordas procedentes de las zonas más afectadas que la invadían y ponían en riesgo su salud. Hace nada, Madrid era la zona cero de la devastación pandémica, la capital europea de la segunda ola. Hace nada, las privatizaciones en la sanidad habían provocado el ensañamiento de la pandemia con la capital. Hace nada, los madrileños eran como las bandas de leprosos, castigados por Dios por sus graves pecados, a los que nadie quería recibir. Hoy, Asturias ha escalado en los rankings de casos por cien mil habitantes hasta posiciones vertiginosas. Hoy, nadie habla del modélico sistema sanitario de Asturias, desbordado por la situación del paraíso ya convertido en purgatorio. Hoy, son los médicos y enfermeras asturianos los que protestan amargamente por su desprotección. Hoy, Madrid canta victoria. Acabará cometiendo el mismo error que Pedro Sánchez cuando, allá por julio, proclamó inconsciente: «Hemos vencido al virus». La presidenta Ayuso, crecida por los datos favorables, ha escrito al presidente Barbón ofreciéndole, no sin cierta sorna, la ayuda necesaria en estas circunstancias dramáticas para el Principado. Le devolvía así las puyas lanzadas por el presidente asturiano, que se cebaba con la «privatización» de la sanidad en Madrid. Hay algo de nuestro denostado sistema autonómico que no podemos negar que ha fallado estrepitosamente: la solidaridad entre las autonomías. El «España nos roba», el «Madrid es un paraíso fiscal» o «El nacionalismo no es más que un capricho de ricos» son síntomas de un provincianismo de boina calada y de una asimetría mal llevada. No es de extrañar que ante una crisis grave, la solidaridad brille por su ausencia. ¿Cuántos gobiernos regionales han acogido enfermos de otras autonomías? Lo lógico sería que quienes tengan una mejor situación sanitaria presten sus medios a los vecinos desbordados. Aquí no hemos visto, como en Francia, trenes-hospital trasladando enfermos de una comunidad a otra. ¿Cuántos gobiernos regionales se han apresurado a acoger a los inmigrantes apiñados en Canarias? Ah, es un problema de ellos que han tenido la mala suerte de ser frontera con África. Más de 4.000 emigrantes llegados en pateras aguardan sin esperanza, repartidos en hoteles, no se sabe muy bien qué ¿No sería más lógico que cada autonomía asumiera su cuota? ¿Quién se acuerda de Ceuta y Melilla, con unas cifras de incidencia que doblan la media nacional? Las dos ciudades repiten día tras día las primeras posiciones del fatídico ranking. ¿Han recibido ayuda sanitaria del resto de España? ¿Han podido trasladar enfermos a hospitales de las provincias menos colapsadas? Si se ha hecho, se ha llevado en secreto. La pandemia plantea muchos interrogantes. Es un test de estrés para nuestro modelo sanitario, para nuestro modelo político, para nuestro modelo autonómico y para nuestro modelo económico. Y todos los modelos demuestran una debilidad alarmante. Se dirá que nos servirá para aprender. Es dudoso. Si no aprendimos con la primera ola la pasada primavera, nada hace prever que vayamos a aprender ahora con la segunda, pero no la última. Y en cuanto a lo económico, ¿alguien ha dado una explicación convincente de por qué en Madrid, con comercios, bares y restaurantes abiertos, la incidencia disminuye? ¿No será que el problema no está en los bares? Si les parece baladí, pregunten a los hosteleros y comerciantes arruinados de Asturias o de Cataluña a ver qué opinan cuando ven a sus colegas de Madrid con los establecimientos abiertos, mientras ellos han tenido que cerrarlos. Y esto no se ha acabado. El anuncio de una vacuna puede ser un espejismo peligroso. De repente, esperanza, titulaba The Economist sobre una imagen de un túnel al que la luz empezaba a iluminar. Las bolsas experimentan la mayor subida en diez años, nos han repetido por activa y por pasiva. Pero, cuidado, toca desescalar ordenadamente; siempre ha sido más difícil bajar que subir. Y toca, sobre todo, escarmentar: la insolidaridad, la gresca y el triunfalismo no han sido buenos consejeros para luchar contra la enfermedad. Eso sí que está probado empíricamente.

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