La Lubianka -sede del NKVD, con una cárcel anexa- es un enorme edificio de ladrillos amarillos que ya conocía, pero por fuera. Ahora él estaba allí, dentro. Sentado, solo, en una silla pegada a la pared de un despacho en el que no había nadie. Sabía muchas cosas de la Lubianka, por ejemplo, que en el tercer piso estaban las dependencias que usó el sanguinario Lavrenti Beria y que daban a la plaza en la que se erigía el monumento al fundador de la Checa, Félix Dzerzhinski.

Sus pensamientos revoloteaban de aquí para allá intentando evitar que se posasen en lo que le esperaba. Su interrogador estaba a punto de llegar y sentía miedo. ¿La acusación? Bueno, ellos decían que se había opuesto al poder revolucionario del pueblo y del partido, lo que era lo mismo en la práctica, y que había conspirado junto a otros escritores. Él, que había saludado como el aire fresco a los bolcheviques cuando aparecieron en su ciudad y que creyó que regenerarían la viciada política de Moscú, ¡él!, y ahora estaba en sus manos como un conejillo asustado sin atreverse a pensar que, quizá, si se hubiese opuesto desde el principio al nuevo orden que llamaba a la puerta, quizá, pero solo quizá, no estaría allí.

Por aquellos pasillos, despachos y celdas habían pasado desde bolcheviques como Bujarin o Kámenev a militares de altísimo rango como Tujachevski, o el patriarca Tijon.

Ahora sí. Se abrió la puerta y entraron dos hombres. Uno se sentó tras la mesa y encendió una pequeña lámpara sobre el escritorio y abrió un expediente. El otro extraño miraba atentamente las paredes como si buscara secretos imperceptibles a simple vista.

- Bueno, Pavel. Tu dirás. Tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Cómo nos has hecho esto? Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí, y tú lo sabes, los sacrificios de toda clase que hemos hecho por el pueblo, y nos tratas así, escribiendo mentiras contrarrevolucionarias, hablando mal de nosotros, a escondidas, en las tabernas€

- Pero si yo no he hecho nada...

- ¡Tú has hecho todo!, imbécil, y por eso estás aquí, a ver si te enteras. Mira, no empieces así...

En ese momento, Pavel recibió por parte del otro hombre un puñetazo en el parietal derecho, y posiblemente con algo que le resultó metálico, podrían ser unas llaves, incluso un anillo, y cayó de la silla. Se incorporó poco después conmocionado, lentamente, y escuchó al hombre de la mesa.

- Tú sabes perfectamente que estamos levantando una sociedad nueva. Son muchos los frentes en los que estamos trabajando, la lengua, la educación, los jueces, los uniformes, la información€ No se nos puede pedir más en menos tiempo. Nunca hubo nada igual.

Entonces fue cuando Pavel descubrió que el hombre de la mesa tenía las piernas cruzadas y mostraba unos horribles calcetines de lana roja y marrón. Pero los zapatos estaban inmaculadamente negros, advirtió el joven escritor solo para sí. Estaba en las puertas del infierno, lo sabía, y también que la maldad existe y se personifica en algunos hombres y que los chivatos y que los espías estaban tras su detención. Él, ahora, era una carpeta más en una inmensa sucesión de cartapacios sin fin que guardaban celosos los nuevos tiranos.

Le vinieron a la memoria aquellas palabras del padre Florensky, que le dijo que arrebatar un manuscrito a un escritor es peor que matarlo, y pensó en sus papeles, guardados en casa de su madre, en el distrito de Tverskoy. No debería haberlos dejado allí, sería donde primero buscaría la NKVD.

Ahora no sentía los golpes, ni sabía cuánto tiempo llevaba así, los ojos no los podía abrir, estaba sujeto por detrás, por qué le pegaban empezaba a adivinarlo ahora, pero ya era tarde, estaba bajo las garras de acero de aquellos a los que había ayudado hacía tan poco tiempo. Hay escritores que son buenos y los hay que son profetas, pero él no pudo saber que aquellos revolucionarios de salón que conoció llegarían a esto.

Hace ya años que el viejo encarcelado en el Gulag soviético, el Premio Nobel ruso Aleksandr Solzhenitsyn, escribió:

«Por el contrario, Fastenko era el más animado de la celda, aunque, por su edad, es el único que ya no podía pensar en sobrevivirla y retornar a la libertad. Me cogía por el hombro y me decía: ¡Salir en defensa de la libertad no es mérito! ¡El mérito está en entrar!».