Opinión | La señal

Vicente Almenara

El calor del establo

Tenía a su madre en el Clínico, postrada en la UCI y con final incierto, llevaba casi dos meses y no veía el día en que pudiera despertar y reconocerle a su lado. Solo de pensar que no saldría se le creaba un pesar hondo en la boca del estómago y afloraban unas ganas irreprimibles de llorar. Por eso, cuando supo que preparaban una gran fiesta en el piso de su vecino José María, y que tendría que soportar toda la noche a decenas de posesos, sintió un impulso homicida que solo refrenó a duras penas con otros pensamientos.

Él no tenía vocación de Testigo de Jehová para ir por ahí predicando acerca del contagio y de la irresponsabilidad de las reuniones masivas. Sabía que los jóvenes se creen inmortales, aunque muchos, muy pocos diría él, habían sucumbido. Es el calor del establo, que escribió el brutal Nietzsche pero con una precisión irrefutable. Cierto que todos necesitamos sentirnos parte de distintos grupos, un club de futbol, una empresa, el partido político o una pandilla de maras, al fin y al cabo cada cual se orienta como puede. Pero si sabes que la gente se muere, que se asfixia€ creerse que eso no va con uno es€, porque el que solo se engañe, allá él, está en su derecho, pero que contagie a su compañero de trabajo, a su pareja, a un hermano€ No hacía falta un gobierno como este para que las cosas rodaran así, bastaba con el espíritu gregario del ser humano para que transcurrieran como veía desde la ventana de aquel quinto piso de la Avenida.

La lucha entre los llamados progresistas y los constitucionalistas venía a confundir más a la gente, pero lo definitivo había sido la confluencia de los negacionistas, los conspiranoicos y otros inspirados, los que veían la situación como la obra de un pequeño grupo de todopoderosos que alumbraban un mundo a su medida con este experimento social de proporciones colosales. Le recordaba aquella serie de televisión de su adolescencia, Falcon Crest. Richard Chaning (David Selby), hijo secreto de Ángela (Jane Wyman), y otros magnates diseñaban el futuro desde un despacho de maderas nobles. Ahora, cambian los nombres, son los Rockefeller o Bill Gates, da igual. La imaginación es la loca de la casa, sentenciaba Santa Teresa. No hace falta viajar tan lejos, el gobierno aprovecha el actual estado de cosas para su propio beneficio, como todo poder haría. No hay principios, y rememoró la conversación telefónica con su amiga María José: los comunistas, la URSS, pactó con Hitler cuando le convino, ¿y qué? Lo mismo hacían otros con el diablo -y nadie había llegado más lejos que ellos-, y también los que venían a traer la otra regeneración y se dieron la vuelta a mitad del camino y despidieron a su heroína. La única verdad es la oficial de cada partido y todos la producen en oleadas continuas aunque, eso sí, quien está arriba emite en una potencia de radio mayor que los que están fuera, a la intemperie, pasando frío, deseando que les llegue pronto el día. Y es que nada ha sido arrumbado para siempre en el diván de la historia, ni nada ha sido conquistado para todos los tiempos. Pero, en fin, este era el panorama. Por dentro sentía un acusado resentimiento social que empezó cuando perdió el trabajo y que la medicación no había podido siquiera paliar. Durante unos meses estuvo en un ERTE, después vivió de los ahorros, ahora ya todo le importaba nada. Él no era uno más, creía en las palabras de Dostoyevski, no hay desgracia para los corazones débiles, el desconsuelo necesita un corazón fuerte. Estaba convencido de que no tenía futuro sino era estirando el presente de su madre, que se extinguía lentamente entre bips.

Abandonó su casa pasadas las doce campanadas, bajó al garaje y se alejó conduciendo en dirección a la Alameda mientras que, a sus espaldas, y mediante el retrovisor, advertía las llamas refulgentes de la planta quinta. Son mis luces de Navidad, se dijo, perdiéndose en la noche del recién estrenado nuevo año.

Anna Akhmatova había escrito allá por 1914:

¿Cómo puedes mirar al Neva,

cómo puedes pararte sobre

los puentes?

Con razón la gente piensa

que sufro:

su imagen no me suelta.

Las alas de los ángeles negros

pueden abatirte,

cuento los días hasta el Juicio

Final.

Las calles están manchadas

de espeluznantes fuegos,

hogueras de rosas en la nieve.