Opinión | La señal

Lo importante es el helado

"Sea como fuere, la política española me causa tanta desazón que no puedo seguirla por la tele"

Que sea un punto y aparte o un punto final, habrá que pelearlo y se verá en su día. Ya decía Dante Alighieri que el más oscuro rincón del infierno está reservado para aquellos que conservan su neutralidad en tiempos de crisis moral. Pero lo primero que hay que saber es que no es la oposición, por supuesto, sino los jueces y la prensa los que están jugando esta partida, y son conscientes de que van a por ellos. Es esa seguridad que tienes cuando caminas por un callejón oscuro y sabes que te siguen a corta distancia.

Todo es aparentemente nuevo, pero es tan viejo como la historia. Unos dicen que les recuerda aquel grito de «putero y ladrón, queremos a Perón», otros que si los autobuses y los bocadillos camino de la Plaza de Oriente, yo lo veo también sicalíptico, porque ¿y si hubiera habido, o hay todavía, una crisis en la pareja y de ahí todo este episodio tan chusco?, además de una operación política, claro. Ahora, la consigna es sin novedad en el frente, como aquella película dirigida por Edward Berger. Pero el partido hay que jugarlo, de eso estoy seguro. No sé si los sprais de ayer serán los tuits de hoy, si la Puerta del Sol estará en otro lugar que vaya usted a saber dónde, pero después de la fatwa de tres folios y medio se avecina una depresión aislada en niveles altos (dana) de proporciones que todavía no se pueden precisar. Como decía José Antonio Labordeta, tiene que llover y a cántaros.

Miro a mi izquierda y me dice la conductora del coche que el helado se puede servir con muchos acompañamientos, y es verdad. Para eso están los aparatos y los medios amigos, y los intelectuales orgánicos, que diría el olvidado Gramsci, pero lo importante es el helado, que no se olvide. Sea como fuere, la política española me causa tanta desazón que no puedo seguirla por la tele, solo en prensa escrita, que es más distante por la falta de imágenes animadas, se lo tengo dicho al médico, que se me queda mirando como si se preguntara… ¿qué dice este?

Vuelve a hablar ella, que se prodiga poco en carretera, absorta en su música callada y susurra que todo esto se le asemeja al asco que siente cuando pasa por el Guadalmedina a la altura del CAC. La verdad es que el olor es nauseabundo y la vista del cieno deplorable, las cloacas sí que vienen a dar a la mar, habría que apuntarle a Jorge Manrique, ahora que ya pasó el luto por su padre.

En el asiento de atrás no hay esta tarde ningún optimista, por eso no tengo disidentes cuando recuerdo ese grupo de música pop, Los Punsetes, que titulan su último álbum ‘Al final del túnel resulta que hay otro túnel’; sé incluso que hay quienes confunden una luz, al fondo, con el tren que viene hacia ti. Pero me voy por las ramas, son las cosas de un largo viaje y estoy cansado. Estoy deseando de llegar a casa para leer ‘La palabra y el silencio’, de José Manuel Cabra de Luna, presentado el otro día en el MUPAM. Todos deberíamos escribir algo sobre nuestros silencios, de las palabras se ha dicho más. Quizá por eso salen a los campus en los USA los niños malcriados de papá y los profesores aprendices de brujo a lo Noam Chomsky a desangrar de democracia y libertades Occidente como vampiros en mitad de la noche. Por cierto, que del río al mar deben estar celebrando la decisión de acá. Me gustó, sí, Felipe, cuando dijo hace unos días que no sabía que esta era una decisión. Si es que tenemos mucho que aprender.

Ya es noche cerrada. Me encuentro en la mesa otro libro, ‘La religión woke’, de Francois Braunstein, la anatomía del movimiento irracional e identitario que combate desde dentro el mundo libre. Lo debería recetar la Seguridad Social, pero ¿nos bajaría o subiría la tensión?, no estoy seguro, desde luego despejaría la mente y, quizá, hasta nos sobraran algunas dioptrías. José Bergamín lo dejó escrito:

¡Qué estúpido esperar desesperante!

¿Esperar qué?, si la esperanza es vana.

Hoy por hoy, mañana por mañana,

y ayer por un ayer futurizante,

todo pende y depende del instante,

del momento fugaz en que se gana

y se pierde sin fin la vida humana

por esa huida temporal constante.