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Que la vida suceda

Mientras miraba el folio en blanco esperando que las musas me apuntaran un título para hoy, Rilke me ha soplado un pensamiento que, quién sabe, hasta pudiera haberlo alumbrado desde la ventana de su habitación del hotel Reina Victoria embebido en el paisaje rondeño, que, dicho sea de paso, es uno de los entresijos del paraíso.

«Deja que la vida te suceda. La vida siempre está en lo cierto». Quizá no en su literalidad, pero sí en su trasfondo, este es el pensamiento que Rilke, desde allende esté, acaba de apuntarme. ¿Se habrá dado cuenta él?

El radiante plenilunio de ayer, el agua de lluvia mansa y el rocío titilante y las pompitas sonoras de saliva del bebito que investiga el mundo y la mar bravía y las mañanas tardeadas y las tardes quedas y las noches tardas y el amor encendido, suceden, como sucede el olvido, que es un morboso mecanismo atolondrado de defensa del amor enmohecido, y como sucede la soberbia, que es un azorado reflejo de la inepcia infinita del sapiens aprendiz que no admite serlo.

Los perros, que quizá sean los más refinados maestros de la inteligencia emocional, no olvidan, entre otras cosas, porque para los perros ni el «nunca» ni el «siempre» suceden, solo sucede la emoción desnuda, y cada emoción desnuda es un eterno presente que no entiende de modas, ni de medidas ni de tiempos.

«Siempre» y «nunca» para el hombre solo representan el imperfecto calibre del particular e intransferible artilugio de medir el tiempo de cada cual. Casi veinticinco mil millones de chirimbolos de medir el tiempo lleva vendidos Amazon, cuentan. Casi cuatro por terrícola. Y este sucedido me recuerda que alguien que no fui yo pronosticó que «un hombre con dos relojes nunca estará seguro de la hora que es». O sea...

Mientras que para Aristóteles el tiempo era la medida del movimiento entre dos instantes, al malabarista Benedetti le bastaban cinco minutos para soñar toda una vida. Por cierto, chispa más o menos, ¿cuánto medirá el tiempo?

Suceder, supongo que para usted, amable leyente, como para mí, a secas, es un verbo cuya definición es tan rotunda como indiscutible para la inteligencia. Pero ocurre que cuando el hito, fuere cual fuere, sucede en el escenario de la política profesional, el concepto «suceder» se transforma y solo conserva su rotundidad y su indiscutibilidad si esta le viene bien a los fines vaticinados por el sanedrín político de la tribu, da igual el color. Empero, cuando no ocurre así, el verbo suceder se convierte en un indeseable e incómodo palabro, en una abstrusa entelequia, en un mal rato, histórico a veces...

El político profesional de nuestros días, más que aspirar a que la vida le suceda, aspira a ser él quien le suceda a la vida, es decir, una especie de ser nimbado de rimbombancia venido al mundo de los mortales para redimirnos, ello, claro está, mientras él, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, se gana el sustento y la nombradía en el intento. En síntesis, el político nimbado y rimbombante al que aludo es como la metáfora de un perpetuo aspirante a Zeus al que los rayos, los truenos y los relámpagos que maneja pero no domina, cada vez le arrebatan el guión de la obra que nunca tuvo tiempo de leer. Un dolor.

Visto con mirada científica, sin aludir a las instancias de mayor rango para no herir la susceptibilidad de nadie, ni Pitágoras, ni Alejandro, ni Aristóteles, ni Leonardo, ni Marco Polo, ni Edison, ni Darwin, ni Newton, ni Einstein..., les sucedieron a la vida, sino que la vida les sucedió a ellos y ellos acompasaron sus pasos. Una cosa es gobernar la nave para mantener la derrota por las insondables aguas del conocimiento y de la existencia, y otra pretender gobernar las inabarcables aguas de la vida para mantener el rumbo de la nave. En este sentido, sabio es quien llega a descubrir la diferencia entre sus anhelos y sus capacidades. En esencia, la vida es como el amor para Goethe, que «no se domina, sino que se cultiva».

Volviendo al inicio, Rilke no invita a competir con la vida, sino a navegarla a su favor. La vida es un escenario hecho mar. Las viradas, ceñidas, trasluchadas, bordadas, empopadas... las herramientas del arte de navegarla adredemente, cultivándola con interiorizado mimo, no contradiciéndola.

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