Opinión | Bajo el puente de hierro

Bravura

Las imágenes de la corrida goyesca de Ronda, con Roca Rey y Pablo Aguado

Las imágenes de la corrida goyesca de Ronda, con Roca Rey y Pablo Aguado

Es parte de la madurez este agridulzor, pegajoso y anaranjado. Es irresistible, es glutamático. Uno va de la euforia a la melancolía en apenas un par de calles. Pisamos el mundo con honradez tauromáquica. Con una inexplicable generosidad. Siempre de pie, pese a los arponcillos acerados. «Una de las características de la bravura es crecerse al castigo en vez de sucumbir o huir acobardado como cualquier otro animal. El toro verdaderamente bravo, antes de acometer a su presa, avisa. Jamás ataca a traición. Se cuadra y coloca en rectitud ante quien pretende ahuyentar. Embiste con prontitud, con nobleza, sin cabecear. Y sin cansarse, aunque nunca logre alcanzar a su enemigo», escribió Juan Antonio del Moral en su libro ‘Cómo ver una corrida de toros’.

Está en la vida ese asombro, esa lucha contra nada. El espanto y la batalla sombría. Quiero pensar que hay honra hasta en el derrumbe. Que atravesamos los años con tenacidad y brillo. «¿Es que nadie va de frente?», me escribe mi amigo Miguel al wasap. No sé qué contestar. También sirven las nuevas tecnologías para estos irreflexivos desahogos. Me cuenta lo que cualquiera podría contarme: codazos en la oficina, responsabilidades no asumidas, familias que se diluyen, amores temblando como la cuerda de un arco. El reloj, ese tirano bananero. La procesión de chapa de camino al trabajo. Minotauros domésticos. Laberintos en el salón. Le propongo tomar pronto una cerveza. Me dice que sí. Pasarán las semanas, se enfriarán sus tragedias como la lava. Y vendrán nuevas desdichas a ocupar esos espacios. Y volveremos a citarnos para una próxima caña terapéutica. Y fingiremos buscar un hueco.

En el octubre de 1999 entré al Velouria y sonaba el ‘Hey’ de los Pixies. Una bofetada de humo y las luces violetas y un montón de gente en apenas un puñado de baldosas y todos los amores futuros, y algunos pasados, pasando estruendosos ante mis ojos como en un desfile tierno. «Hey, he estado tratando de encontrarte, pero debe haber un demonio entre nosotros», cantaba Black Francis. María bailaba como un monstruo, alzando los brazos hasta el pecho, con las palmas hacia el suelo, con los dedos larguísimos y curvados. Con los párpados en un permanente desmayo. La barbilla hacia el techo. El labio de abajo mordido. Los rizos rubios cayendo sobre sus clavículas marcadas y grises como un aullido de hueso. La saludé alzando la cabeza y bajé las cuatro o cinco escaleras que me separaban de aquella familia que improvisábamos cada viernes. Pedí una jarra. Ella vino por detrás hasta la barra y me agarró por la cintura y me lanzó un beso como una piedra hacia el cuello que hizo ondas como en un río hasta mi boca.

Allí estaba también Miguel, con Luisa, su novia de entonces. Con las uñas pintada de negro, con una camiseta de Placebo que había encontrado en Madrid. Nos abrazamos, apilé mi cazadora con las del resto en una esquina. Saludé al pinchadiscos. Aproveché para pedirle, como siempre, ‘Love Buzz’ de Nirvana. No recuerdo ni una de las conversaciones de aquellos tiempos. Solo son fotografías que imagino en movimiento. No sé qué me preocupaba. Qué dolores. Qué puya sobre el morrillo. Ahormado ya ante la vida. Qué lejos aquello de todo esto, de estas preocupaciones minúsculas pero constantes, como el ejercito de hormigas que roba las migas a mis pies. Miguel pidió cuatro chupitos. Brindamos por cosas que jamás cumplimos. La Yayo recogió los vasos y pasó la bayeta. Besé a María. Él besó a Luisa. Las canciones se sucedían en nuestro corazón. Se marcaban en nuestra piel como el hierro ardiendo. Qué lejos quedaron aquellos berrinches fugaces y blandos. Nada que ver con este no saber qué hacer, hacia donde tirar, si romperlo todo o aguantar con gesto de cera.

De aquel año solo me quedan las canciones, arrinconadas en el móvil, desordenadas en una app. El que soy está lejos del que fui. Las canciones, decía, y esta bravura transparente. La que me ha traído hasta aquí. Las mañanas tibias, las noches largas. Cierto decoro. Avisar antes de embestir. No vencerse ante el daño. Seguir. Este entusiasmo entristecido. Los chistes a destiempo. Los abrazos francos. El horizonte de la vida es como el lomo oscuro de un toro ante su cita con la muerte. «Las broncas se las lleva el viento y las cornadas se las queda uno», dijo El Gallo. Las cervezas pendientes, las cosas que dejaremos a medias, los disgustos y el tacto sérico que tienen todos los adioses. Albero en los pies y el cielo, azulísimo y salvaje, en las mejillas.