De buena tinta

¿Qué salisteis a ver en el desierto?

Pedro J. Marín Galiano

Pedro J. Marín Galiano

En mitad de una sociedad que se debate entre la ausencia de referencias morales, por un lado, y una ingente multitud de justificaciones simplistas de la propia vivencia, por el otro, es fácil comprender que el hombre, simplemente, se deje arrastrar por las apetencias y las inercias de lo cotidiano. Tan es así que «en este tiempo hostil, propicio al odio», que diría el poeta Ángel González, resulta más que fácil encadenarse al tren de lo que aparentemente hemos decidido y, sin más, abandonarnos a la corriente de una extraña libertad mecida por los impulsos del despertador, los horarios, el trabajo, la casa, la hipoteca, los compromisos sociales, la lista de la compra, la llamada del seguro, el classroom, la última de Netflix, el Pilates y cuantos mil y un avatares más queramos sumar para ampliar nuestros horizontes preestablecidos: unos horizontes que se alzan como concatenación de realidades capaces de llevarnos hasta el final de nuestros días en una suerte de duermevela que imposibilite toda oportunidad de atisbar que el tiempo que nos ha sido dado tiene un sentido mayor, personal y trascendente, que debe ser descubierto.

El hombre de todo espacio y de todo tiempo ha ido ascendiendo progresivamente y a lo largo de la escala de los siglos sin perder jamás esa circunstancia común que le lleva, civilización tras civilización, a buscar y anhelar ese trozo de salvación que nos sobrepasa: la esperanza.

Así, la historia del hombre es, en definitiva, la trama de esa eterna lucha que acontece entre los que se agarran a la esperanza para fundamentar el sólido sentido de sus días y los que renuncian al horizonte y no persiguen más ideal que un efímero bienestar momentáneo obtenido sin hacer daño a nadie o, en ocasiones, incluso a costa de quien sea.

En esta continua tensión, el hombre sobrevive, además, a costa de la experiencia que le proporciona su posicionamiento: arriesgamos, fracasamos, acertamos, afinamos y, en definitiva, por regla general, solemos corregir los moldes de nuestras vivencias futuras a cuenta de las caídas pasadas para no volver a padecer los escollos del presente. Pero presumir que el ser humano de nuestros días convive con una continua toma de conciencia sobre los pasos que está dando y el viraje que está tomando su porvenir particular es mucho suponer, pues lo más normal es que, día tras día, mes a mes, año a año, nos dejemos, simplemente, llevar por lo que toca.

Y así, en este «ir y venir del carajo», que diría García Márquez por boca de Fermina Daza, posiblemente nos encontremos un día con setenta, ochenta o noventa años, sentados en una silla, y lacerándonos con esa eterna pregunta que, como una lanzada irremediable, no dejará de asolarnos mientras se nos consienta la vida: ¿qué es lo que he hecho con el tiempo que me ha sido dado?

Si bien es verdad que el hombre está llamado a la esperanza, no es menos cierto que, en uso de la libertad con la que impulsa esta búsqueda, resulta presto a caerse y a volver a levantarse: por eso mismo, también estamos llamados a la redención, a corregirnos, a cambiar de opinión y de postura, a retomar el camino, a dar marcha atrás para remontar y a soñar de nuevo y cada día para encontrar la plenitud y el sentido que nos sostenga de manera definitiva.

El desierto nos sirve para dejar atrás el síndrome de Diógenes con el que nos asola la agenda y, verdaderamente, hacer borrón y cuenta nueva a fin de exigir y ejecutar nuestro derecho a retomar otros caminos que nos lleven a reinventarnos. Por eso mismo, la antesala del desierto, entendido éste como el vacío donde dejamos atrás todas las inercias que nos atan de manera material y estructural a los apegos más superficiales de lo mundano, la constituye uno de los bienes más escasos de nuestros días: el silencio.

Tan sólo el desierto tiene plena capacidad para revelarnos el llamado más sincero y profundo y, curiosamente, aportarnos la mayor capacidad de escucha, tanto en lo que se refiere a nuestra escucha interior como respecto de aquella que, sin duda, nos trasciende: pues es aventurándonos en el desierto como hallaremos el silencio, y es remontando ese silencio como, finalmente, encontraremos la verdadera sabiduría de lo que acontece: «Guarda el silencio, y yo te impartiré sabiduría».

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