Viento fresco

Aventura en el metro

Con ímpetu de joven reportero me lancé escaleras abajo a mirar, oler y contar. Ay, qué bonito

Persona pasando el billete en uno de los tornos del Metro de Málaga

Persona pasando el billete en uno de los tornos del Metro de Málaga / Pablo Rosales

Jose María de Loma

Jose María de Loma

Impelido de espíritu reporteril, con trazas tal vez de catetismo, me puse ayer una americana nueva y vistosa y me lancé al metro. A las nuevas estaciones, inauguradas el lunes por un tropel de autoridades, que metidas todas a la vez bajo tierra dieron a la provincia unos minutos de anarquía que no fueron bien aprovechados. El metro. Mola. A las diez de la mañana, con algo de emoción, curiosidad mucha y firmemente convencido de que para opinar hay que ver las cosas, bajé las escaleras mecánicas de la estación Guadalmedina, sí, la que todo el mundo llama la de El Corte Inglés. Nadie. Casi. Al avanzar unos metros atisbo a dos operarios amables, uno trajeado, que explican a dos personas los pormenores de cómo sacar un billete o abono.

Mientras observo las dimensiones y pienso en un adjetivo que no sea faraónico, no lo es, llega un convoy y se baja gente. Sí, es lo que suele pasar cuando llega un convoy. No mucha gente baja. Gente variada. No parecen tener mucha prisa. Personas jóvenes y menos jóvenes. Nadie con pinta de oficinista. No es una hora punta y hay mucha gente que no está aún familiarizada, me digo a mí mismo. A veces me digo cosas a mí mismo, así que ahora que estoy bajo tierra no iba a ser distinto. Me paseo por las grandísimas instalaciones como quien se pasea por el salón que le acaban de reformar. No es plan de ponerme a revisar si las paredes están bien repelladas, así que miro los tornos, pienso en cuantas veces girarán al cabo del día y cuántas en los próximos años girarán para mí y me doy media vuelta hacia las escaleras mecánicas.

A mí lo de las escaleras mecánicas es que me parece un invento brutal, a la altura del fax. Aún recuerdo cuando vi por primera vez un fax en acción, los folios saliendo y todo eso. Eso por no hablar de cuando conseguí enviar uno. Y hasta llegó. En fin, escaleras. Sin novedad. Te suben y te bajan peses lo que peses. Maleado por mis años madrileños, nada más comenzar a subir me pongo a la derecha bien pegadito a la barandilla para dejar paso al que tenga prisa y quiera dar zancadas y adelantarme por la izquierda. Pero no hay nadie detrás de mí. Bueno, a lo lejos viene una chica que va hablando por el teléfono informando a su madre de que ha llegado. Sé que es su madre porque dice mamá varias veces, a sí que supongo que es su madre y no un primo segundo de Tafalla. Salgo a la superficie. Esta frase es ambigua. Quiero decir que salgo a la calle. Enfilo por la avenida de Andalucía, entro a la Alameda y cronometro cuanto tardo andando hasta la estación de Atarazanas. Siete minutos. A este tiempo hay que descontarle los veinte segundos que me he parado con un conocido, hola, hola qué tal, te veo bien, yo también, te llamo y comemos. Y los cinco empleados en decirle a un chaval representante de una Onegé que tengo mucha prisa.

Bajo a la estación Atarazanas. La estación es pequeña. No solo para afrontar el gentío en Feria, Semana Santa, Carnaval, Navidad y etcétera gordo. También en comparación con la de Guadalmedina. Hay dos operarios amables, uno de ellos trajeado, que espero que no sean los mismos de Guadalmedina, que atienden a unas personas. Poca afluencia tirando a ninguna. Una amiga me informa de que esta mañana bien temprano sí que había gente. No como en el metro de Japón pero gentecilla. Estoy por hacer gasto y comprar un billete. Pero no sé adónde ir. Otra frase polivalente. Salgo a la superficie.

Suscríbete para seguir leyendo