De buena tinta

Apuntalando la fe

Este tipo de fe a la carta bien podrá servirle a algunos para aderezar la vida, pero no sirve para trascender

Pedro J. Marín Galiano

Pedro J. Marín Galiano

Que vivimos en continuo cambio y movimiento, ya lo cantaba Mercedes Sosa, no es algo de lo que yo les tenga que convencer, pues baste mirar, para hacer prueba de ello, cualquier fotografía de nuestra infancia. Sin embargo, bien podríamos decir que, si el cambio es una de las más claras manifestaciones vitales, por otro lado, también existen no pocos pilares de lo inamovible, que, precisamente por su invariabilidad, sostienen los aspectos más importantes de nuestra existencia.

Hace apenas unas horas que la Iglesia conmemoraba el recibimiento popular con el que las muchedumbres de Jerusalén acogieron a Jesús de Nazaret, si bien, precisamente también dentro de pocos días, se nos recordará, paradójicamente, la ineludible soledad del Crucificado. 

Y así vivimos, y así se vive: haciendo depender los valores personales de los engranajes circunstanciales o la conveniencia particular. A fin de cuentas, también así lo refería cierta cita atribuida a Marx, no a Karl, sino a Groucho: «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros».

La fe, curiosamente, tampoco está a salvo de las corrientes que van y vienen, puesto que los engranajes de la posverdad nos invitan precisamente a ello y, al final, nuestras creencias también se convierten en un producto de anaquel cuyo contenido modulamos según nos plazca.

Por eso mismo, un día dejas de comerte la paella a ojos cerrados porque te place apartar los guisantes y, al siguiente y de repente, ya estás escogiendo, seleccionando y manipulando los ingredientes de tu fe como si el credo fuera una pizza al gusto. Y tal que así, no es para nada difícil encontrar discursos en los que se afirma creer en Dios, pero no en la Iglesia; creer en Jesucristo, pero no en sus milagros; creer hasta la última coma de lo dispuesto en los apócrifos, pero poniendo en duda cada detalle de los canónicos; creer a pies juntillas la trama de El código Da Vinci, pero cuestionando cualquier documento que provenga del magisterio de la Iglesia. «¡Y venga más!», que diría Torrente.

Este tipo de fe a la carta bien podrá servirle a algunos para aderezar la vida, pero no sirve para trascender, puesto que, en este orden de historias, cuando uno critica la vida de la Iglesia y sus comunidades, pero para nada hace reflexión de su coherencia propia (porque eso sería atentar contra los postulados de esa libertad de plástico que me legitima para juzgar a los demás mientras yo hago lo que me da la gana), lo mismo te da, que te da lo mismo, creer en Dios, en la serpiente emplumada o en el conejo de la suerte: ése y no otro es el instante en el que la fe se convierte en un producto del Mercadona que podemos comprar y desechar a nuestro antojo, o bien utilizar como piedra arrojadiza, siempre contra otros, jamás contra nosotros mismos.

Sin embargo, ahora más que nunca, se hace preciso sobrepasar el barniz social y personal que cada cual dé a sus creencias para empezar a creer eclesialmente y, desde estas miras, comenzar a pensar no ya en lo que uno cree que cree, sino en lo que verdaderamente cree. Sólo así podremos pasar de vivir una fe «con cera» a experimentar una fe «sin cera» o sincera, esto es, dando el auténtico paso que nos lleve de lo externo a lo profundo.

Jesús entra de manera esplendorosa en Jerusalén, pero viene para quedarse, porque más allá de la cruz y de la muerte ya alborea la resurrección y, precisamente, ahí está, como diría Isaías la alegría de nuestra fortaleza.

Desde esta convicción, ya no se hace preciso elegir, ni hacer depender la fe de los estados de ánimo, porque uno descubre en conciencia que Dios se hace presente no sólo en todo espacio y en todo tiempo, sino en cada instante de tu historia personal, en la vida y en la muerte, en la tristeza y en la alegría, en la salud y en la enfermedad, en la soledad y en la compañía, porque Dios no es un antifaz de carnaval, sino la fuerza de aquel que nos recuerda que hasta los pelos de la cabeza tenemos contados: el impulso de aquel que nos alienta y nos sostiene desde muchísimo antes de que fuéramos concebidos, como también diría Jeremías, en el seno de nuestra madre.