EL RUIDO Y LA FURIA

El principio de un verano

El principio del verano es siempre una promesa de felicidad. «En el centro de nuestras vidas hubo un verano», dice Antonio Soler

Helados

Helados / POR ARANTXA LÓPEZ

Juan Gaitán

Juan Gaitán

Antes de que las encuestas se lo traguen todo como un océano helado e injusto, antes de que se confirmen las tragedias, de que los pactos, las traiciones, la ambición y la realidad se imponga al deseo y a veces a la cordura (como siempre ha sido, como siempre es), mira una vez por el retrovisor. Acaso te sea dado ver al niño que fuiste, tomarlo de la mano, como en aquel poema, y recorrer otra vez el principio de un verano.

Los niños siempre saben ciertas cosas. Una de ellas, que el mar es suyo desde finales de junio hasta primeros de septiembre, y que disponen de un recreo de casi cien soles para intentar meterlo en un agujero de la arena ayudándose de un cubo. Las herramientas básicas de la felicidad son fáciles de conseguir, nunca están demasiado lejos de la mano.

El principio del verano es siempre una promesa de felicidad. «En el centro de nuestras vidas hubo un verano», dice Antonio Soler al comienzo de la novela ‘El camino de los ingleses’, y luego sigue: «Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados». Y es así, exactamente así. Desde ahora hasta septiembre los días irán cayendo como árboles cansados, como piedras en el agua, como esa luz adormecida de los atardeceres. Y luego todo será recuerdo.

Yo, un verano, al principio del verano, soñé un verano. Era uno de esos de días lentos, que parecen caminar por un sendero largo, de arena blanca, camino de la orilla. Uno de esos veranos que son como un toro echado en la llanura, como un perro a la sombra del pozo, como un búcaro con margaritas. Un verano de bronce, con voz de aljibe. Un verano como aquellos que comenzaban cuando mi madre, el primer día sin colegio, me llevaba de la mano a comprar unas zapatillas de lona y jubilaba los ‘gorilas’ marrones del invierno. Un verano de esos que llegaban con las primeras brevas, dulces de luz. Un verano de aquellos que comenzaban con el silencio del morse aritmético de la tiza en la pizarra, con el fin de los quebrados. Era por San Juan y el calor ahogaba el aliento. El solsticio traía la inmortalidad de las tardes y el fin de las clases. Días del tacto fresco del mármol sobre la espalda, de la penumbra serena del portal, de los juegos, las risas, los pies descalzos, los amigos, la importancia de las cosas que no se ven y que sin embargo nos construyen.

Si no has soñado un verano así, al menos recuérdalo. En el centro de tu vida, ya lo sabes, hay un verano. Acaso sea este. Míralo llegar.

Suscríbete para seguir leyendo