Luna de agosto

Gris oscuro, casi negro

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Si leen esta columna antes del día 1, es probable que muchos de ustedes estén pendientes de la Luna azul de la última noche de agosto. En cambio, si este artículo cae en sus manos a partir de esa fecha, es igual de probable que hayan eliminado de su memoria estival que días antes de volver a la vorágine septembrina, en la madrugada del 30 al 31 hubo ‘superluna’, esa que trataron de captar con su móvil y resultó como un primer plano a una bombilla. Atención y olvido en 24 horas. El fin de las vacaciones. Agosto nunca precisó de excepcionalidades por encima de la atmósfera para ser reconocido como el más singular y esperado del calendario.

El octavo mes del año amasó hace tiempo su propia idiosincrasia, diseñada para la holganza, para el borrón y cuenta nueva, para vivir experiencias extraordinarias, echar la partida de mus después de la siesta o bailar pasodobles y canciones de Barricada en las fiestas del pueblo. Relegar la vida institucional y consagrar la privada.

Pero agosto también ha sido otra cosa: la resaca de las elecciones, el debate político sin desconexión, Feijóo abriendo el nuevo curso sin cerrar el anterior, el beso de Rubiales, el temprano arranque de LaLiga y ser incapaces de bajar a la playa o tomar el vermú en la plaza sin ir cosidos al móvil, sin desensamblarnos de ese mundo institucional ni en época de vacaciones. Hemos convertido agosto en un mes vulgar, de continuidad, apenas disruptivo. Solo las redacciones han hallado regocijo en el nuevo rol agosteño, liberando a los periodistas, como marcaba la tradición, de tirar de nevera porque apenas pasaban cosas, de estirar serpientes de verano y rebuscar bajo un guijarro noticias dignas de llevar ese nombre. A finales de los 80, se convirtió en legendario el único redactor que nuestro periódico mantenía en una gran ciudad industrial que echaba el cierre en agosto. El ayuntamiento designaba un concejal de guardia para todo el mes. El resto de la Corporación cogía las de Villadiego, incluido el alcalde, porque no ocurría nada.

Pese a que el calendario establece el cambio de estación el 21 de septiembre, el verano acaba aquí, con los aguaceros de siempre, el petricor de la tierra asfixiada por la sequía, el cielo gris panza de burro -gris oscuro, casi negro-, el mar turquesa teñido de azul tenebroso, borreguitos de espuma que quieren convertirse en ola y esa luz crepuscular ‘a la hora de las sombras largas, cuando nacen los hechizos’ (Antonio Vega). Lo que queda de estación son las sobras de la comida que te dejas para la cena. O para el otoño.

Nadie nos avisó de que repartiríamos las vacaciones entre la búsqueda de abrazos consentidos y el piquito de Rubiales; entre aprovechar el tiempo con la familia, el arroz a domicilio y los tintos de verano con las consultas del Rey; el tiempo del aperitivo con el ojo puesto en el televisor del chiringuito emitiendo en bucle la última hora de la Federación; entre los amores de verano de nuestros hijos e hijas con las declaraciones habituales de Díaz Ayuso, que ni en agosto se abandona al disfrute de ser solo Isabel.

Nadie nos previno de que esa cena con amigos que apalabramos en junio acabaría como las dos Españas, con una parte de la mesa a favor de llegar a acuerdos con Junts y Bildu y la otra mitad en contra de ‘romper’ el país. Las sobremesas de agosto, entre helados de chocolate y copas de pacharán, debieron haber sido tertulias alrededor de Eva Amaral y la falsa muerte de Perales; la foto de Albert Rivera y el desbarre de José Manuel Soto, materiales muy suculentos para prolongar una conversación hasta la madrugada, al raso, obviando el calor tropical y regresando doblado a casa. Y no. Sánchez, Feijóo, Díaz, Abascal y Puigdemont a todas horas, invadiendo agosto como si esto fuera un marzo cualquiera. Más lo del beso, un gesto inaceptable, a traición, que sacó de las conversaciones el triunfo de las jugadoras, de modo que la actualidad más rabiosa acabó por asediar un mes en que la tarea primordial debería haber sido la observancia tranquila de fotos vacacionales, trazar planes de futuro, ordenar la biblioteca y limpiar los armarios.

Acaba agosto disfrazado precipitadamente de septiembre, un mes que es una trampa en la cañada, el de las expectativas que nunca se cumplen, primo hermano de enero, el mes de dejar de fumar y regresar al gimnasio. Presuntamente. Un mes de contrición. Querido agosto, el año que viene te va a esperar tu santa madre, la luna llena… y yo.

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