CALEIDOSCOPIO

Aznar y la Constitución

Julio Llamazares

Julio Llamazares

El 23 de febrero (ya es casualidad) de 1979, un jovencísimo José María Aznar, inspector de Hacienda en Logroño, manifestaba en una tribuna en el periódico local Nueva Rioja su desconfianza hacia la recién aprobada Constitución Española porque «tal como está redactada, los españoles no sabemos si nuestra economía va a ser de libre mercado o por el contrario va a deslizarse por peligrosas pendientes estatificadoras y socializantes; si vamos a poder escoger libremente la enseñanza que queramos dar a nuestros hijos o nos encaminamos hacia la escuela única; si el desarrollo de las autonomías va a realizarse con criterios de unidad y solidaridad o prevalecerán las tendencias gravemente disolventes agazapadas en el término nacionalidades…». Hoy, 44 años después de aquellas palabras suyas, parece que Aznar es quien redactó la Constitución del 78, pues se refiere a ella como si le perteneciera. O peor: como si sólo él estuviese en el derecho de interpretarla y de defenderla.

Un listo se recupera de un éxito, un tonto jamás, dijo Sartre, y algo parecido se podría pensar de José María Aznar, cuyo paso por la presidencia del Gobierno le dejó tal huella que nunca se recuperó del todo. Parece desde entonces –como le pasa a Felipe González también, pero en el caso de Aznar de manera más acentuada– que haber sido presidente del Gobierno te faculta para hablar por encima de todos los demás, incluido el presidente del Gobierno en ejercicio. Como si desde que él dejó la presidencia ésta estuviese vacante y, sobre todo, como si el paso por ella le hubiere conferido una sabiduría que los demás no alcanzamos ni de lejos. Basta con verle hablar detrás de cualquier atril subrayando sus palabras con el dedo (ese dedo con el que nombró a Rajoy candidato a presidente del Gobierno sin consultar con su partido siquiera) y atusándose la melena juvenil y ajustándose las gafas alternativamente para –debe de pensar él– dar mayor gravedad a su discurso. Nunca nadie se ha dirigido a un país desde tan arriba como Aznar siendo tan simple intelectualmente.

Pero ahí está, apareciéndose como un mesías cada poco a sus correligionarios (y a los españoles todos, qué remedio, nos queda que oírlo) para guiarles como a los israelitas a través del desierto político por el que vagan sin rumbo desde que él se fue. No lo echamos porque ya se iba, pero sus últimas intervenciones le hubieran apeado de su pedestal de mármol dadas sus consecuencias para muchos españoles inocentes: los que murieron en Irak en una guerra en la que España entró por la ensoñación de Aznar de ser un gran estadista a la altura de los presidentes de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, su socios en la intervención, y los que fallecieron en unos trenes de Atocha reventados por bombas de yihadistas que se vengaron de esa manera de la participación de España en aquella guerra injustificada y que él quiso atribuir, mintiendo a los españoles y al mundo entero, a ETA. Que alguien así se atreva a seguir dando lecciones a todos los españoles y que lo haga desde la soberbia suma sólo indica alguna sicopatía que debería ser tratada por un profesional o un menosprecio al país al que tanto dice amar pero al que se dirije como si todos en él fuéramos idiotas. Igual muy listos no somos, pero de tontos tenemos lo que él de ejemplo a seguir. En cualquier caso, el menos capacitado para hablar de la Constitución es el antiguo inspector de Hacienda de Logroño que, aparte de desconfiar de ella, se quejaba en una segunda tribuna de 1979 de que comenzaran a quitar las calles a Franco y a José Antonio para dedicárselas a la Constitución.