Vuelva usted mañana

Otro mundo es posible

Un hombre observa los daños de un bombardeo de Israel sobre Ciudad de Gaza.

Un hombre observa los daños de un bombardeo de Israel sobre Ciudad de Gaza. / EFE

Conmigo o contra mí. Así de simple es el modo de comportamiento de los seres humanos en este siglo de pocas luces y excesivas sombras. En todos los órdenes de la vida destaca la ausencia de convicciones sólidas y su sustitución por el rechazo, muchas veces irracional, al otro. La adhesión a los propios es absoluta, ayuna de crítica y ciega. La negación al adversario del pan y la sal, consecuencia de pasiones incontroladas, fruto de la cosecha sembrada por quienes fomentan la simplicidad del odio, en sus maneras más o menos radicales y siempre productivas para crear esclavos.

No hay parcela en la que desde la confrontación no se aprecie esta simplicidad vulgar del posicionamiento porque sí, porque es obligado estar con unos y en contra de los contrarios. Y eso, esa adscripción brota espontánea por ser fruto de la necesidad de integrarse en la manada sin ser excluido o, desgraciadamente, sin siquiera ser tildado de tibio o calificado con los cientos de ‘istas’ que florecen entre los reclutadores de soldados al servicio de sus filas.

Algo tan miserable como la guerra trae consigo o exige ser piadoso con unos y cruel con los otros, sin espacio alguno para la paz. Culpables e inocentes son designados desde la posición o la filiación. Es difícil hallar entre quienes se definen, casi existencialmente, de una forma, alguien que difiera del discurso propio de su grupo, sin fisuras y con apasionamiento, aunque carezcan las palabras de una mínima porción de piedad por las vidas de los adversarios creados y de entendimiento de sus pasiones, miedos y rencores. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que los seres humanos no diferimos mucho en nuestras identidades cualquiera que sea la ideología o religión que profesemos.

Palestina o Israel. Un dilema que se resuelve o se quiere resolver al modo impuesto por la dirigencia universal, por quienes gobiernan el mundo, incluso por quienes son poco o nada, pero quieren ser algo, cual sucede en el interior de nuestras fronteras. Culpables o inocentes. Víctimas dignas de ser veladas o simplemente olvidadas, justificadas en su sacrificio. Amnistías de los hechos miserables y revoluciones por la respuesta, tan cruel o similar como la causa. No hay más razón que la razón que ignora la fraternidad universal predicada por ideologías y religiones con escaso éxito o con la vacuidad propia de lo que solo sirve como adorno de las malas acciones, como justificación de lo indebido revestido de pompa y olor a virtud.

Sucede lo mismo a nivel más doméstico. Lo sostenido con fervor casi reverencial es abandonado si el líder proclama su nuevo evangelio. No se discute en sí lo anunciado, pues lo esencial es que el otro, que debe ser excluido, desaparezca o sea irrelevante. Y se produce ese milagro de la conversión inmediata, casi milagrosa, que transforma lo que se cree en provisional y prestado en favor de la sociedad rota y fracturada. No hay tregua, ni posibilidad racional de entender; no hay siquiera una mínima duda interior sobre la bondad de la nueva convicción, que surge espontánea del corazón amaestrado. Veletas al compás de aires movidos por lo inmediato y ahítos de poder.

Buenos y malos; presunciones de bondad y perfección y otras de perfidia y dolor; adhesiones inquebrantables y exclusiones absolutas. Somos todos una mitad de lo posible, renunciando a la belleza de lo pleno e íntegro, que es siempre suma de la totalidad, unión de las diferencias en una sola expresión. No hay nada bello cuando desconoce lo contrario y evita la fusión del todo en algo común.

El mundo y cada uno de nosotros nos empequeñecemos con la elementalidad de la porción a la que nos hemos adscrito, seguros en nuestro espacio reducido, creyendo que ese es el lugar donde reside la verdad y renunciando a la grandeza de entender a quienes disienten.

No hay guerras justas, ni justificadas. No hay amnesias selectivas. No hay agresiones lícitas. Y la paz solo puede venir del entendimiento y la convivencia en un espacio, la tierra, en el que las fronteras son artificiales y provisionales. Pocos años o siglos en un universo que se mide en miles de millones de años. La gente quiere vivir, no luchar y convivir, no odiar. Flaco favor se hace enfrentando, desde la distancia, a quienes diariamente comparten lo cotidiano y desean ver crecer a sus seres queridos. Y hay quienes son maestros en el odio incluso a lo que salió de dentro. El infierno en la tierra, fruto de sus maldades ocultas revestidas de llantos de infamia.

Abandonar este siglo en sus miserias intelectuales, fomentadas cada vez con menos pudor, es obligado y los aparentes líderes de barro que lo gobiernan, fruto de la rentabilidad inmediata de las malas pasiones, relegados en su ignominiosa conducta en favor de quienes proclamen la fraternidad y el entendimiento. Y nosotros, todos, liberarnos del yugo de la obediencia y ser libres. Vivir sin miedo dice ‘El Brujo’.

No hay guerras justas, ni fracturas bondadosas. Si este discurso floreciera el mundo podría cambiar. Si nos levantamos contra la simplicidad interesada, todo podría ser distinto.

La paz empieza en nosotros, en nuestro interior. Y eso es lo que saben quienes siembran la discordia. Y lo tienen fácil ante la rendición de las propias convicciones y el triunfo de la obediencia ciega.

Suscríbete para seguir leyendo