El ruido y la furia

Vivir de esto

Juan Gaitán

Juan Gaitán

De pronto alguien me pregunta: «además de a escribir, a qué te dedicas», dando por sentado que de esto no se puede vivir. Y me viene a la memoria la voz de mi maestro diciéndome: «nos empeñamos en vivir de esto sin saber que es imposible».

Yo iba para impresor, pero me torcí por el camino y acabé juntando letras con mucha voluntad y algún que otro acierto. No he hecho otra cosa en mi vida que escribir y acumular papeles. Siempre me gustaron los libros, las revistas, los periódicos, guardarlos, repasarlos, estudiarlos, escribirlos.

De Bernabé Fernández-Canivell se cuenta que trasladó una biblioteca completa de varios miles de volúmenes en un pequeño canasto de mimbre, todo para asegurarse de que ningún libro, especialmente los de edad más avanzada, sufriese daño.

La, supongo, inocente pregunta, ha desembocado en el recuerdo de esa tierna historia de libros, que también se hacen viejos porque, como los perros, están al borde de ser humanos. Mis viejos libros (con el adjetivo antepuesto) me vienen acompañando desde siempre, desde que a los ocho años compré de mi peculio el primero (ya tenía algunos, pero habían sido regalos de Reyes, de cumpleaños…), hasta los últimos en llegar.

La diferencia entre ‘viejos libros’ y ‘libros viejos’ siempre es emocional. Son tus ‘viejos libros’ por eso, porque son tuyos, porque han vivido contigo, te han acompañado, son parte de tu familia. Para cualquier otro serán ‘libros viejos’, y solo tendrán el valor del peso del papel o alguno más añadido porque el escritor amigo puso una breve dedicatoria, una fecha y una firma en la página de cortesía.

Mientras están contigo acompañan mucho y pocas cosas exigen para estar contentos. Es cierto que les molestan los lugares de la casa donde se recibe a las visitas y que les quiten el polvo de malas maneras. Pero, sobre todo, a los libros les humilla que nos quedemos dormidos junto a ellos. Sufren mucho los que viven el largo ostracismo de la mesita de noche, casi tanto como los que van a parar al asilo de las librerías de segunda mano o directamente a la desintegración.

Yo he comprado mucho, como quien paga el rescate de un condenado, en las que antes se llamaban ‘librerías de lance’ (que es un nombre bellísimo), y en esos libros usados, vividos, he encontrado, como en aquel cuento de Pereira, «señas de identidad enigmáticas, el nombre de su dueño o de varios dueños sucesivos, facturas de restaurantes o viejos billetes de tren que quedan entre las hojas».

Yo también he ido dejando por mis viejos libros «señas de identidad enigmáticas» para que si un día pasan a la terrible condición de ‘libros viejos’, alguien se haga cábalas, como me he hecho yo tantas veces, sobre quién sería, de qué vivía (jamás se le ocurrirá que de escribir), ese tipo que guardó entre sus páginas una entrada de un concierto de Dylan, un billete de avión a Dublín, o la foto de una muchacha que sonríe dulcemente.

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