El trasluz

En cualquier momento

Juan José Millás

Juan José Millás

Soñé que al volver a casa echaba de menos el dedo meñique de la mano izquierda. Regresé corriendo al bar donde acababa de tomarme un café y pregunté por él. El encargado sacó de no sé dónde una caja en la que metían las cosas que la gente olvidaba en las mesas o en el mostrador, pero solo había un par de mecheros y una oreja.

-Dedos no se han dejado ninguno -dijo.

De vuelta al hogar, me detuve a hablar con un vecino al que le faltaba una oreja. Le dije dónde podía encontrarla y me dio las gracias antes de correr hacia el bar. Desperté con el dedo meñique adormecido y me costó mucho ponerlo de nuevo en movimiento. Al salir a por el periódico, tropecé con el vecino del sueño, al que le conté la historia, pues tenemos mucha confianza. El hombre se llevó, inquieto, las manos a los pabellones auriculares y respiró aliviado al comprobar que estaban en su sitio.

-No te creas -expuso- que es una tontería lo de dejarse las orejas por ahí. La mayoría de las personas no las siente porque tenemos atrofiado el músculo del que penden. Por eso hay también muy pocos individuos capaces de moverlas.

Llevaba razón. Yo solo recuerdo a un compañero de colegio que se suicidó a los veinte, tras la lectura de La náusea, de Sartre, y a un primo de mi madre que falleció de asco el año pasado sin haber leído una novela nunca. De todos modos, me pareció que perder la sensibilidad de un músculo no implicaba extraviar necesariamente un miembro. La conversación con el vecino me resultó, en fin, un tanto disparatada. Pero no es un hombre común, el mes pasado, en una reunión de propietarios, propuso que la comunidad contratara una empresa antiplagas para acabar con las hormigas del bloque.

-Pero si no tenemos hormigas -adujo el presidente.

-Pues para acabar con algo -respondió él algo molesto.

Hay gente que quiere acaba con algo sin saber qué como hay gente que quiere escribir una novela sin saber de qué.

Entré en el bar a leer el periódico. Al poco, llegó un cliente que había olvidado las gafas. El camarero sacó una caja de objetos perdidos y allí estaban, junto a un par de mecheros. Lo curioso es que la caja era idéntica a la del sueño. Me tomé el café con el dedo meñique metido en el puño, por si acaso. A ver si consigo despertarme de todo, pensé.