MÁLAGA DE UN VISTAZO

La parada del autobús

Ignacio Hernández

Ignacio Hernández

Es tarde. Hace frío. En la soledad de una parada de autobús de la EMT –siempre me acuerdo de Eva Bagu y le doy las gracias por morder la manzana de la gran labor que realiza en esta empresa- observo la noche más oscura. Las calles solitarias, tan solo unos reflejos en la lontananza de luces navideñas que me dirigen a la adolescencia cuando este espacio – la parada- tenía un sentido fantástico: trasladarte a otros mundos tan inciertos como mágicos. En esta reducida dimensión se enmarcaba el inicio de la búsqueda de las islas de los tesoros. Málaga se convertía en ‘El Dorado’ para cualquier joven que viajaba a través de sus sorprendentes aristas; rumbos ocupados por el deseo del descubrimiento; a la conquista de una vida aún sin abocetar. Miro la pantalla del tiempo, después de diecisiete minutos tan solo quedan cinco para el afable acercamiento. Las paradas de autobús son un encuentro con el destino; una huida hacia ti mismo que me hacen evocar las fábulas de Augusto Monterroso: El Mono que quiso ser escritor satírico, La Mosca que soñaba que era un águila, La fe y las montañas, La tela de Penélope, o quién engañaba a quién, El espejo que no podía dormir, El Camaleón que finalmente no sabía qué color ponerse, El Paraíso imperfecto – ciudad la cual habito-, Los cuervos bien criados… y El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio. Recuerdo en este cosmos hoy gélido, desde una parada de bus que ilumina la noche sigilosa, esta última alegoría: «Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que no era necesario, y se deprimió». ¿Les sugiere a algunos de los próceres de nuestro incierto devenir político? Cinco minutos para rehacer la vida; para pensar en lo que fuimos y ya no seremos. La parada de autobús sigue alumbrando la espera: siempre sabe persuadir con las expectativas.