TRIBUNA

Bedford Falls

Emilio Fuentes

Emilio Fuentes

Mil millones de luces leds tendidas a todo trapo por calles y avenidas de medio mundo volvían a encender la maquinaria del espíritu navideño en la recta final de 2023. A fuerza de calambrazos, rayos y centellas; los de arriba quieren despertar al bueno que habita en cada uno de nosotros. Unos dicen que lo hacen por la ilusión, otros que por el comercio y alguno hasta suelta que hay que competir por pasar a la historia como la ciudad que la tiene más grande en lo que a árboles de bolas se refiere. Son los mismos que se sacan las tiras, se degüellan y se cuelgan por los pies en muchos de los salones de plenos de los ayuntamientos, parlamentos y diputaciones de toda España e, incluso, si les dejaran, de la Unión Europea. Así funciona esto. Los exhibicionistas del odio, la palabra gruesa y las luces bajas; ponen ahora precisamente vatios de más para compensar la mala baba que les mueve las entrañas a lo largo del año.

Pero ni los resplandores, ni las chispitas ni las estrellas de bajo consumo, que acaban de caducar ahora que ya hemos estrenado 2024, pueden borrar los recuerdos más amargos de 12 meses en los que las broncas plenarias, los marrones políticos y las malas noticias en general se extienden por las portadas, informativos, magazines y medios digitales de la escena mundial como sombras de Mordor.

A los que nos dedicamos al que un tiempo fue ‘el noble oficio de contar’, nos decían en la facultad aquello de que los argumentos de conflicto ‘venden’ más que una narrativa agradable -léase buenas nuevas-. Priman las pugnas, los siniestros, las catástrofes; las muertes que se cuentan en kilómetros a la redonda y en las que según mueras más cerca o más lejos de nuestra casa son más o menos importantes. Se cotiza a la baja la concordia, el entendimiento o, en definitiva, la ‘no bronca’. Esto que se pretende arreglar ahora con vatios y angelitos colgantes es tema de libro de segundo de carrera.

Si os digo la verdad; después de veintitantos años, ya no puedo más con el manual de los c (…)*. Hace tiempo que me desconecté de los desayunos de La Primera, de las tertulias taciturnas de las diferentes cadenas, de los páginas de política de los grandes medios. Menuda depresión estaba cogiendo ¡Todos los santos días igual! Matinales con la tabarra de más de lo mismo. Ahora me voy directamente a las crónicas de fondo, a los reportajes de sociedad, a las páginas de Cultura, a la entrevista del investigador que desarrolla una patente para conservar los alimentos, al tío que le ha dado por recorrer medio mundo para traerse a Europa las claves de la agricultura regenerativa, a la humilde historia del emprendedor de la Sierra de las Nieves que le ha dado por dedicarse a la producción de miel ecológica, a la anciana que acaba la carrera con 80 años; al lumbreras de Bachillerato que acaba de inventar una app para conectar a mayores que viven solos. Son temas que llenan, como las columnas del compañero Loma, en las que habla de la conversación del vecino en el ascensor o del comentario del parroquiano en la barra del bar. En fin, eso sí que son chutes de energía de los que te arreglan la semana. Su estela deja un poso que te impulsa a tratar de hacer mejor las cosas, te calienta las manos y mantiene una luminiscencia auténtica que no se evapora con facilidad, tal y como sí ocurre con las redes de bombillitas que cruzan sobre los lienzos de asfalto, deslumbrando los bordes de las frías aceras. No me malinterpreten, respeto la ilusión de los pequeños, las pupilas dilatadas de los recién casados y las miradas en alto de las nuevas parejas mientras transitan cogidos de la mano bajo el manto de estrellas. No hay nada malo en ello y probablemente toda esta parafernalia de tendidos eléctricos cumpla una función social que, más allá de asustar al Grinch y de hacer llorar a Charles Dickens, contribuya a reanimar algunos corazones.

Pero, bajo mi punto de vista y si de venirse arriba se trata, hay soluciones más baratas y efectivas. Puedo poner un ejemplo de estas pasadas fiestas. Tras años y años pasando de puntillas por la vida del entrañable George Bailey -James Stewart en ‘¡Qué bello es vivir!’- este año por fin decidí pararme en la obra maestra de Frank Capra. La pusieron en La 2 en una de esas noches cualquiera que tachamos con prisa en el calendario esperando el trance entre la cena de Nochebuena y la del Año Viejo. Cien veces había cambiado de canal ante la sucesión de planos en blanco y negro embellecidos por la copiosa nevada de Bedford Falls, ciudad en la que suceden los hechos. Pero, vete tú a saber, este año decidí tomármelo con calma, recolocarme los cojines en el sillón y meterme de lleno en la vida de un joven James Stewart que hace un papelón de los que marcan época en este largo que, tras chupármelo de principio a fin, creo que es más que una obra maestra del séptimo arte. Y eso es mucho decir. Cuanto más oscuros son los días, cuanto más negros son los hechos, cuando la sucesión de noticias apocalípticas que corre ante nuestra mirada parece no tener fin, siempre cabe una esperanza, la del verdadero sentido de la existencia. Merece la pena parar, volver la vista hacia otro lado y preguntar a los que están cerca cómo sería todo si de repente un día dejaras de andar por allí. Por favor apaguen las bombillas y conéctense a lo verdaderamente importante. Bedford Falls está más cerca de lo que pensamos. ¡¡Feliz Año Nuevo!!

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