Tribuna

No me llames androritmo

Alude a los rasgos humanos esenciales, es decir, a las emociones, la compasión, la ética, la felicidad o la creatividad. El término lo acuñó hace unos años el gurú del futurismo Gerd Leonhard

Un robot camarero en el salón  H&T

Un robot camarero en el salón H&T / Álex Zea

Ana Martín-Coello

Ana Martín-Coello

Al calor de estos tiempos gaseosos que vivimos hemos conocido una nueva palabra, androritmo, que deviene de -y, al tiempo, se forma por oposición a- algoritmo.

El androritmo (a mí me sale siempre, mentalmente, añadirle otra erre) alude a los rasgos humanos esenciales, es decir, a las emociones, la compasión, la ética, la felicidad o la creatividad. El término lo acuñó hace unos años el gurú del futurismo Gerd Leonhard con buenas intenciones: las de describir todas esas cosas inasibles que nos distinguen como humanos y que se supone, muy de momento, que las máquinas no pueden imitar.

Pero eso no evita el escalofrío de pensar que, frente al robot, al algoritmo, usted y yo somos androritmos y no otra cosa.

Me inquieta, de verdad, que estando ya más que definidos, se imponga este concepto nuevo por oposición a y derivación de lo que no es humano, porque me hace pensar que ya no somos el centro de la creación, ni lo primero en la toma de decisiones, en esta sociedad en la que tenemos, últimamente, la sensación de ahogarnos.

Si rascamos un poco, ante cada nuevo desafío hay un sujeto desconcertado, boquiabierto, ojiplático, cada vez más consciente de que solo está genéticamente preparado para cambios graduales y con la sensación de que cada día tiene que atravesar una tormenta distinta que le ataca por todos los frentes.

Las máquinas, las inteligencias de laboratorio, asumen cada vez más roles e, incluso, toman decisiones y campan a sus anchas en ámbitos que antes dominábamos enteramente nosotros, seres perfectos dizque creados a imagen y semejanza del demiurgo.

Las crisis ya no son crisis en sentido estricto, porque se han hecho sistémicas, de modo que vivimos en una zozobra permanente. Las leyes que durante tantos siglos nos han ayudado a organizarnos y a convivir, con más o menos fortuna, tampoco nos sirven ya, porque todo es tan inmediato que cuando se legisla sobre un asunto ese asunto ya no existe, o es otro, o ha arrasado con todo.

Los expertos, que cada vez son más -benditos sean los masters carísimos y las tertulias mediáticas- no se cansan de decirnos que, ante la inevitable tempestad que se nos viene encima, tenemos dos opciones claras:

Hacer como si nada pasara y sobrevivir en la orilla, ignorando todo cambio (esta resistencia pasiva no la recomiendan mucho, claro) o, por el contrario, subirse a la ola y convertirse en líderes (una palabra que les rechifla) de lo que se nos viene encima, «para conseguir que el ser humano sea lo primero a la hora de tomar decisiones».

Nos dicen esto en seminarios, en artículos, en intervenciones televisivas y se quedan tan pichis. Nos cuentan, tan serenamente, que tenemos que luchar contra todo este tsunami tecnológico, contra este desmadre algorítmico, para ser la especie que gane esta suerte de pressing catch entre la humanidad y la máquina.

No nos lo cuentan a las claras, por supuesto, que como expertos que son, tienen mil rodeos, subterfugios, perífrasis, jerigonzas y jitanjáforas para que cuando nos enteremos bien del asunto ya no haya remedio. Pero es lo que se desprende de sus manifestaciones.

¿Cómo quedarnos, entonces, tranquilos, si ya sabemos que hay una palabra para que el robot nos llame?

¿Qué hacer cuando, en nada y menos, la IA venga a decirnos: «Eh, tú, androritmo, más rápido soldando esas piecitas, sácame más páginas, hazme la carne menos hecha, que no tenemos todo el día»?

¿Darle en la cara muy fuerte con las leyes de la robótica de Asimov, aquellas que, en síntesis, decían que ninguna máquina por encima de la humanidad?

Si ese momento llega lo sentiré, de corazón, por ustedes.

Porque este androritmo que firma no piensa quedarse para verlo.

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