ARENAS MOVEDIZAS

Reencarnarse en un niño soldado

Ana Bernal-TriviñoJorge Fauró

Leí decenas de artículos sobre la canción ‘Zorra’. El debate no es que nos sorprenda el concepto. Lo hemos escuchado toda nuestra vida. Tampoco es que haya gente idiota que no entienda la canción. Todo el mundo sabe que la mayor parte se refiere a cómo es calificada cuando una mujer actúa con libertad y decisión propia. No es innovador. Está en otras canciones y nadie se lleva las manos a la cabeza. Lo único novedoso es que esta canción sí que representa a un país en un festival.

El final de la canción dice: «Y esa zorra que tanto temías se fue empoderando. Y ahora es una zorra de postal». Y eso es calificado de «himno feminista». Lo interesante es reflexionar sobre la clave de su defensa: la apropiación del insulto, porque es una tendencia recurrente, incluso desde la teoría académica. Y como teoría podemos hablar de sus posibles consecuencias. Y de aquí surgen muchas preguntas. Quienes están a favor recuerdan la resignificación de conceptos como ‘bollera’ o ‘maricón’ o cómo entre grupos de mujeres se llaman ‘zorra’ o ‘puta’. Pero, ¿hay resignificación lograda cuando, no hace tanto, a Samuel lo mataron al grito de ‘maricón’?

Cuando hablamos de resignificar un insulto, ¿lo hacemos de forma individual o en un entorno cercano, o bien es una resignificación social y colectiva completa? Hay una diferencia entre llamarse entre mujeres lesbianas ‘bolleras’, o que lo haga alguien fuera de ese marco y contexto. Esto nos dejaría que una resignificación no es tan exitosa como pretende y tiene un impacto social limitado que, quizás, solo se logre después de décadas. ¿Es la resignificación más un deseo o una realidad? La propia cantante de Nebulossa declara en una entrevista: «de hecho, me dices Zorra y me bloqueo». Una reacción normal cuando cualquier proceso de terapia basado en la violencia psicológica que recibimos nunca se soluciona por la resignificación y aceptación del insulto, sino por el rechazo y no identificación para superar cualquier tipo de trauma.

Podemos hacernos más preguntas. ¿Dónde está el límite de la resignificación del insulto? ¿Unos insultos sí se resignifican y otros no? Hay palabras que dañan y se evoluciona en sustituirlas. Por ejemplo, nadie se ha apropiado de ‘disminuido’ y se ha cambiado, y tarde, por ‘persona con discapacidad’ en la Constitución. Otras dañan y no se toleran, como cuando un mosso dijo de un inmigrante ‘mono’, en 2020.

¿Si resignificamos todos los insultos, donde queda su calificación como ataque y vulneración a la dignidad de las personas? Es como cuando decimos que si feminismo es todo, feminismo en nada. Desde el punto de vista académico y legal, los insultos se consideran delitos según la intencionalidad de hacer daño. Pero, ¿permanece la intencionalidad cuando hay resignificación? Algunos foros negacionistas comentaban que, en juicios, siempre podrán decir que ella «tiene la piel muy fina» y que el problema es cómo «ella se lo tome». La resignificación ante la justicia cambia el foco de quién lo dice a quién lo recibe, que pasa a ser el responsable de su aceptación como insulto o como poder.

La canción me da lo mismo pero, de todos estos días, si algo me ha dejado claro el debate sobre la resignificación es la invalidación de las emociones de las víctimas. Vi decenas de comentarios donde se señalaba o ridiculizaba a mujeres que se mostraban en contra o reacias. Cada una supera sus traumas como puede. Habrá quien use la apropiación pero otras expresaron que no quieren escuchar la palabra que recordaba a su maltratador. No la que le decía una persona cualquiera, sino su pareja o padre de sus hijos. Es el insulto más repetido en las sentencias de violencia de género. Ni todas las víctimas y supervivientes están en el mismo punto ni han tenido las mismas vivencias ni circunstancias. En la época en la que se llena la boca sobre la salud mental y de intentar concienciar de la violencia psicológica, hubo víctimas señaladas de exageradas, antiguas, puritanas o tránsfobas (que algunas no sabían a qué venía esto). Más allá de una canción o una expresión cultural, esas mujeres también merecen respeto como todas. Quizás eso demuestra que por mucho que se cante ‘Zorra’ queda mucho machismo aún por limpiar.

No sabemos cómo es en realidad la muerte, morirse. Nadie ha vuelto de allí para contarlo. Nadie se ha muerto y regresado a la vida y convocado una rueda de prensa después de fallecido. O redactado un comunicado. Nadie sabe, por ejemplo, si el momento exacto de morirse como suele la mayoría, es decir, en la cama, propia o de un hospital y tras una enfermedad o de un infarto de miocardio, duele de un modo insoportable o es un proceso dulce e indoloro idealizado por el miedo.

Lo que más nos asusta de morirnos, aparte de la muerte en sí misma y del pesar que uno deja en los seres queridos, es el dolor físico. No vamos al dentista porque duele. No nos arrimamos al fuego porque quema. No nos zambullimos en aguas gélidas temiendo morir de hipotermia. Somos huidizos ante el dolor. La muerte será paliativa o será otra cosa.

Se dice que alguno ha estado al borde de la muerte, que ha visto una luz y su vida entera ha pasado delante de él, o de ella, de suyo, pero en realidad no ha muerto, luego no sabe, su versión no vale, su versión es la de una fuente insolvente. Tanta inteligencia artificial, tanta domótica, tanto algoritmo y no hemos resuelto una cuestión fundamental que ronda desde los tiempos del primer hombre. Eso de que pasa la vida entera ante nuestros ojos no es más que una superchería, una licencia. Si fuera cierto tardaríamos otra vida entera en morirnos, 85, 70, 40, 30 años, lo que sea. 80 años de vida y 80 más para morirse mientras vemos pasar la vida.

Exageramos para referirnos al momento final porque no está probado que cada minuto de nuestra corta o larga existencia se nos proyecte entero en el instante de morirnos como una película de 35 mm. Imagino que se referirán a una parte de la vida. Eso sí, eso puede, pero, ¿a cuál? ¿A la infancia? ¿A la adolescencia? ¿A ambas? ¿Qué escena será la elegida? ¿A quién recordaremos en ese último momento antes de expirar? ¿A nuestros hijos? ¿A nuestra pareja? Y en caso de haber tenido más de una, ¿a cuál de ellas? ¿Se molestará la segunda si nos acordamos solo de la última o de la primera? ¿Cómo lo sabrá cualquiera de ellas si no podemos contar lo que es morirse? Nadie va a poder explicárselo. Nadie vuelve.

Pasar al otro barrio. Toda la vida cotizando a la Seguridad Social para acabar en otro barrio y no en el paraíso. Si se ha de morir, que al menos no nos cambien de barrio. Que trascendamos al nuestro, con los bares donde bebimos y las esquinas que doblamos. El gran misterio de la vida es la muerte y lo que venga después, la nada absoluta o la reencarnación. La reencarnación da mucho más miedo que la muerte. Si nos reencarnamos, ¿en quién no desearíamos hacerlo nunca? Las probabilidades son infinitas. En un niño soldado, en una mujer de Afganistán, en un mauritano resuelto a cruzar en cayuco hasta Canarias (nuestro antiguo yo, en caso de que quede de él algún poso en el cuerpo reencarnado, debería poder avisarle, impedirle el viaje, decirle cómo va a morir). Reencarnarse en alguien y saber cómo morirá es aún más enrevesado. Empotrarse en el cuerpo de Kim Jong-Un, de un nieto de Donald Trump, de Taylor Swift o de Sharon Tate, que acabará asesinada por la Familia Manson.

Reencarnarse en otra época. Ya. ¿En cuál? En el Antiguo Egipto, en la Roma de César, en la Castilla de Torquemada, en la Inglaterra de los Beatles y los Stones, en la España del ‘boom’ del ladrillo, en el ‘swinging London’ de Bowie. Sí, ser David Bowie y recordar tu vida anterior y pensar: «Coño, soy David Bowie, estoy en 1969 y voy a sacar ‘Space Oddity’, me queda una época gloriosa, voy a conocer a Imán y morir el 10 de enero de 2016 a los 69 años». Reencarnarse en Neil Armstrong, ser el primer humano en pisar la Luna y sustituir aquella primera frase histórica por esta otra: «Mira, Fulano del futuro, ahora soy Neil Armstrong, dentro de unos años seré tú. No cruces ese paso de cebra».

Reencarnarse es un capricho de alto riesgo, además de muy aburrido si no se puede alterar la vida de tu reencarnado. Morirse aparenta ser un lío tremendo, un galimatías espacio-temporal. No hablo de esos minutos en que a uno le reaniman como a Uma Thurman en ‘Pulp Fiction’. Me refiero a morirse como es debido. «Así se muere», dicen que dijo Coco Chanel. Bien pensando, tampoco es necesario que nos den pelos y señales. Aquí hemos venido a vivir. Que alguien nos lo cuente o no resulta tan innecesario como la propia muerte. En realidad, no debe de ser tanto el misterio. Vivir es morir y resucitar muchas veces.