Mis días marinos

A quien corresponda

Aburriéndome el otro día en Facebook encontré a un cretino que decía: «Los andaluces sabéis hacer algo aparte de tocar las palmas, bailar y dormir la siesta?». Claro, una cosa es no ser nacionalista y otra que te tomen por idiota

El Teatro Romano y la Alcazaba de Málaga

El Teatro Romano y la Alcazaba de Málaga / L.O.

Mariano Vergara

Mariano Vergara

Si el nacionalismo carece del más mínimo sentido en algún lugar de España, ese es Andalucía. En otros territorios es posible mantener semejante ideología en pleno siglo XXI. Aquí no. En este rincón de España, bastante más extenso que muchas naciones europeas independientes y que algunos pequeños aspirantes a serlo, en el que se encuentran las ciudades más antiguas de occidente y en el que la Historia ha dejado la huella sedimentada como en un palimpsesto de algunas de las más grandiosas culturas que han existido, nunca se ha sentido el mas mínimo interés en odiar a los de fuera, ni en ridiculizarlos, ni en despreciarlos.

Aburriéndome el otro día en Facebook encontré a un cretino que decía: «Los andaluces sabéis hacer algo aparte de tocar las palmas, bailar y dormir la siesta?». Claro, una cosa es no ser nacionalista y otra que te tomen por idiota. Y como el miércoles es el día de Andalucía, concepto en el que muy vagamente creo, decidí que iba a contestarle. Pero como no recuerdo su nombre, he tenido que titular el artículo de esta forma.

En 1832 el felón Fernando VII, que tanto recuerda a alguien hoy cercano desgraciadamente, premió al miserable Moreno que traicionó a Torrijos y lo llevó a la muerte, como Capitán General del Reino de Granada. Repito, en 1832. Es decir, está claro que en fecha tan reciente, Andalucía no existía como sujeto administrativo, ni como concepto. No existía. Es decir, que esto se lo inventó don Blas. Andalucía es vieja, culta y profunda, pero no era un departamento, ni nada parecido. No me interesa la política ante una historia, una cultura, un arte y una literatura tan excelsas, que no hay caso igual en toda España, ni en Europa, salvo en Roma, cuya hija legítima es nuestra tierra. Quiero escribir de mi Andalucía, de la que conozco y he vivido, de la que amo profundamente, de su pueblo tan digno y callado en su antigua miseria, hasta que estalla de forma incendiaria, de sus paisajes, de su alma. Cojan el mapa andaluz, colóquenlo sobre el de Portugal y comparen. La provincia de Córdoba es más extensa que la inexistente Bélgica, o la inoportuna Holanda y si bien la extensión de un territorio no constituye en sí mismo ningún factor de verdadera grandeza, si es una muestra de que estamos hablando de una realidad de peso, de entidad más que suficiente para que aquí hubiera crecido la ponzoña bíblica de las malas hierbas nacionalistas. Pero eso es casi imposible. La carga de civilización y de historia es demasiado sólida. Cuando Ana de Pombo creaba en Marbella los sombreros cónicos de paja, que luciría después Piedita Iturbe, estaba imitando invertida la bellísima cerámica campaniforme del Argar y los Millares en Almería. El ojo egipcio de las jabegas de Málaga, que cantara Cocteau, y que Picasso tanto ha utilizado hasta en los retratos de Jacqueline, ya existía en el costado de proa de los fenicios, que comerciaban con Tarsis, que según la Biblia no era sino Tartesos. No hay mejor síntesis de lo que es Andalucía que la fotografía que muestra abajo el Teatro Romano y arriba la Alcazaba de Málaga. Que fue capital de la España bizantina durante ochenta años en tiempos de Justiniano. Roma y los árabes con la sola presencia pétrea modelaron nuestro existir. Y muy cerca la estatua de Ibn Gabirol, judío que traducía al árabe y al castellano las obras clásicas legadas por Grecia y Roma.

La Alhambra desde el mirador de San Nicolás

La Alhambra desde el mirador de San Nicolás / Javier Lerena

Andalucía es ver al efebo romano de Antequera torear de salón una noche en Granada ante la fuente renacentista de Carlos V. Andalucía es pasear de noche a la luz de la luna entre el bosque de aereas columnas en la esbeltez marmórea del Patio de los Leones y asomarse a al interior de la fuente para contemplar el techo de atauriques del salón de los asesinados Abencerrajes y contemplar su sangre seca sobre el mármol y soñar con el trono nazarí en la Torre de Comares, para después sentarse en el ajimez del patio de Lindaraja, mientras la luna baña de plata la sombra de la muerte de amor de la princesa allí encerrada. Y ver el Albaicín desde el peinador de la reina, donde Carlos V se miraba en la saudade de los ojos verdes de la bellísima Isabel de Portugal y le construía un palacio florentino, con la perfección palladiana del círculo inserto en el cuadrado, al que nunca pudieron volver. Andalucía es contemplar la Peña de los Enamorados desde el interior de la Cueva de Menga y caminar por El Torcal siendo un niño tras los pasos de tu padre y pensar en el porqué de los cipreses entre olivos en Antequera como en la Toscana. Y también es el juego de luces y sombras –el elogio de la sombra – en el patio de un palacio antequerano, o de un patio cordobés pintado por Winthuysen, mientras una dueña vela por la virginidad de una chiquita piconera de Romero de Torres. Y Andalucía es un Apolo limpio de sangre de piel lechosa, crucificado por Velázquez y cantado por un vasco iracundo y profundo como Unamuno. Comparen el Cristo del más grande pintor de la Historia – con mayúscula – que es la pura serenidad y perfección del canon griego de Policleto con el atormentado de Grunewald y comprenderán muchas cosas. Y Andalucía son los niños de Murillo despiojándose o comiendo melón y la Virgen niña que pasean en Semana Santa los palios andaluces, como la Virgen niña, que sostiene a Cristo muerto en sus brazos, porque Miguel Angel, en similar amor al de los andaluces por la Madre de Dios entre azucenas, no la concebía sino como una joven adolescente sin mácula.

Y Andalucía es el espectáculo de los olivares verde y plata de Jaén ante los que según la leyenda los romanos de Pompeyo, o los ulanos de Napoleón presentaron armas. Y el Guadalquivir, columna vertebral de esta tierra, por el que bajaban los troncos de pino de Cazorla hasta Córdoba para servir de armazón de vigas de la Mezquita, mientras los artesanos bizantinos componían los mosaicos del mihrab con las teselas regaladas al califa por el emperador de Bizancio Nicéforo Focas. Y es también el rio por el que subió la nao Victoria con Elcano y sus orgullosos andrajosos al frente. El ancho Guadalquivir, que se abre paso al mar en un deslumbrante delta de garzas y ánades y azulones en Sanlúcar de manzanilla y playas doradas de un sol que vuela hacia América de la mano de Carmen Laffón. Andalucía es luz y sombra y el dorado de la piedra renacentista de la Catedral de Vandelvira en Jaén y de las paredes de los palacios de Úbeda y Baeza, tan similar al de las piedras de Salamanca. Y Huelva tan vieja que existe un pueblo que se llama Tharsis y en la que aún se escucha el eco de Paco Toronjo cantando un fandango tan desgarrado, como la soledad arisca del desierto de Tabernas en Almería, cuya belleza me han descubierto unos amigos vascos.

Y es también Andalucía el silencio sobrecogedor del Gran Poder entrando en la plaza de San Francisco, y el monumento a Bécquer circundando un árbol en el parque de María Luisa. El mármol siempre presente en Andalucía, como eterna latinidad e inalterable permanencia por los siglos de los siglos. Y la naturaleza irrepetible de esta tierra, como la Ronda partida en dos por un hachazo de algún héroe encolerizado, de calles recoletas y blancas, como la ruta de los pueblos de la Serranía, o las paredes blancas de los cuadros de Grosso con las hermanas de la Cruz cosiendo vaporosas sábanas blancas mientras la luz del sol de la tarde entra por una alta ventana.

Andalucía es mi amada Málaga, que huele a mango, chirimoyas y aguacates en un ámbito casi tropical, la de jardines abiertos frente a la Granada y Córdoba cerradas en jardines y patios interiores, con la sola esperanza de la muerte, en la melancolía de mirar al mar de nuestra infancia, cuando en la noche la bahía, entonces llena de vida y olor a salitre y brea, se iluminaba con las luces de las traíñas poco después de que se recogieran jazmines y toda la ciudad oliera al paraíso. Y una vez al año las barras de plata del trono de la Esperanza crujían al elevarse como en el cielo el batir de alas de plata de los ángeles. La Málaga inacabada, la Málaga de tres mil años como Cádiz de mis recuerdos salineros del café de Levante. El mar, origen y razón de todo lo que existe, el mar siempre recomenzado y vuelto a empezar en su eterno oleaje. El mar y la mar de los marineros en tierra,

Desconocido e insultante señor de Facebook: Usted no sabe de qué habla, no tiene ni idea. Continúe habitando su rencor allá donde se encuentre. No todo el mundo puede vivir su pobreza con alegría. Ni siquiera de acogida. Así son las cosas. Qué vamos a hacerle.