Opinión | Las cuentas de la vida

La riada

Si el “caso Koldo” se ciñe al ámbito nacional, la efervescencia europea nos sitúa ante un escenario prebélico

Atardecer en un cementerio de carros de combate en Borodyanka (Ucrania).

Atardecer en un cementerio de carros de combate en Borodyanka (Ucrania). / EFE

La corriente política en ocasiones se convierte en riada y anega todo lo que encuentra a su paso. Es lo que sucede estos días, en los que asistimos a una doble inundación: la primera viene provocada por el “caso Koldo” y sus innumerables ramificaciones, que parecen alcanzar a varios ministros, a algunas autonomías, a la presidenta del Congreso e incluso a la propia esposa del presidente Sánchez. La segunda mira hacia el corazón de nuestro continente y habla el idioma de la guerra. Las inquietantes palabras de Macron y la filtración por parte de fuentes rusas del posible uso de misiles Taurus en Ucrania nos alertan de una crecida que, a ratos, se antoja imparable. Es el sonambulismo de las elites que, como en el conocido ensayo de Christopher Clark sobre los orígenes de la I Guerra Mundial, amenaza con finiquitar la pax europea de la que disfrutamos en nuestro continente –con alguna que otra excepción– desde 1945. La primera de las inundaciones se halla circunscrita a la política nacional y ejemplifica el latido acompasado de falsedades y cambios de opinión que ha definido al gobierno socialista. ¿Alguien puede pensar que el uso de la mentira en el lenguaje no tendría una traducción también en la ejecutoria del poder? El Manual de resistencia del presidente Sánchez nos recuerda que la actitud característica del condotiero no es el servicio al pueblo. La implosión por etapas a la que estamos asistiendo, y que cuenta con un buen número de frentes distintos, puede alargarse más o menos en el tiempo hasta alcanzar un punto cero de erosión. Al final del camino, el capital se agota.

Si el “caso Koldo” se ciñe al ámbito nacional, la efervescencia europea nos sitúa ante un escenario prebélico. No contábamos con ello hace apenas dos años, cuando Rusia invadió Ucrania y pasamos del pesimismo a la euforia en cuestión de semanas. La inmediata respuesta de los países de la Unión, que pretendía provocar el colapso casi inmediato de la economía rusa y la consiguiente revolución interna de sus elites, no obtuvo el efecto que se preveía. Tampoco los arsenales de la OTAN se mostraron tan generosos como nos jactábamos al principio del conflicto. La hybris –la desmesura o exceso– siempre han sido mala consejera y las recientes informaciones proporcionadas por The Wall Street Journal, acerca del posible acuerdo de paz que Moscú se mostraba dispuesto a aceptar y Kiev rechazó, lo firmarían hoy con los ojos cerrados buena parte de las cancillerías occidentales. Nada, en efecto, sucede exactamente como prevén los poderosos del mundo y es bueno tomar nota de ello. Más que el relativismo, un cierto escepticismo prudente es lo que debería guiar una política responsable. Y hay pocas excepciones a esta regla universal.

Las declaraciones de Macron elevan las exigencias de la actuación europea y nos advierten de un futuro para el que apenas nos asiste ya nuestra memoria generacional. La UE, a su vez, ha adquirido consciencia de que la inversión en seguridad no es un capricho sino el garante primero de la libertad: más tecnología militar para avalar la autonomía en defensa y blindar las fronteras, más industria para asegurar su sostenibilidad en el tiempo. No vivimos ya en los felices años noventa, ni en la década de las puntocom, sino que lentamente hemos despertado en medio de un mundo hostil a los valores democráticos de la Unión. Haríamos bien en empezar a asumir que ya no somos el centro del mundo.

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