Opinión | VOCES

Genocidio infantil

Niños palestinos en el campo de refugiados de Bureij, en la Franja de Gaza

Niños palestinos en el campo de refugiados de Bureij, en la Franja de Gaza / Europa Press/Contacto/Da Wude

Sin proporcionalidad no hay justicia. El Derecho Internacional así lo teoriza pero los organismos mundiales se han mostrado impotentes cuando han intentando imponerlo ¿Cuántos palestinos deben morir para vengar los asesinados por los terroristas de Hamás en Israel? Ya han sido masacradas más de 30.000 personas en Gaza y nadie en su sano juicio piensa que todas ellas fuesen terroristas. De hecho, las ONG que todavía trabajan en la zona denuncian que casi la mitad son (o eran) niños. Un niño palestino asesinado cada quince minutos. Un genocidio infantil. Es decir, el asesinato masivo de los elementos más sensibles e inofensivos de la sociedad. Desde que empezó la represalia israelí mueren más de cien niños al día. No hay precedente similar en el pasado. António Guterres, secretario general de la ONU, habló de que Gaza es ya un gran cementerio de niños. ¿Cómo juzgará la Historia, con su justicia implacable, aunque a veces tardía, estos hechos y la complicidad de la comunidad internacional, en ocasiones justificando la masacre y otras como suministradores de armas mortíferas? Dada la supuesta urgencia de las necesidades defensivas de Israel, el gobierno de Biden ha aprobado varios paquetes de venta de munición valorados en cientos de miles de millones de dólares. Urgencia defensiva, dicen. España autorizó la venta de 44 millones en material militar a Israel en los seis meses previos al ataque de Hamás. Ahora las ha paralizado. Hace unos días, el ejército israelí mató a más de cien personas mientras pedían comida. Se les calificó de turba. Eran personas hambrientas. El régimen sionista ha sistematizado el terror y en los territorios ocupados ya no hay nadie, absolutamente nadie, a salvo. Todos son objetivos militares. Civiles, hospitales, mezquitas, campos de refugiados, niños, iglesias, ONG, la ONU. Todo, todos.

Según la ONG israelí BTselem, desde los años ochenta a las fechas previas al 7 de octubre el 87% de las víctimas mortales en el conflicto eran palestinas. El porcentaje habrá crecido ahora. A los bombardeos indiscriminados les han seguido unas condiciones de vida impropias provocadas por cortes de luz, gas, comida, medicamentos o agua, perjudicando a las familias, que viven en un campo de concentración al aire libre. Más de dos millones de personas, la mitad de ellos menores, sometidos a una aniquilación programada. No, la guerra no comenzó el 7 de octubre de 2023. Ese día hubo un acto atroz que ha justificado el mayor genocidio conocido en las últimas décadas. A plena luz del día y con el beneplácito de las principales potencias mundiales. Dirigentes israelís han calificado a los palestinos como «animales humanos» y de ellos han dicho que «los eliminaremos a todos». Culpan a todos los civiles. No reconocen a Palestina como Estado pero generalizan la aniquilación. Un genocidio, sin más.

En 2023 fueron asesinados, según Reporteros sin Fronteras, 99 periodistas en el mundo, de los cuales 71 lo fueron en Gaza o el Líbano, también como fruto de los ataques israelís. Y la sangría continúa. La ONG denuncia una destrucción «deliberada» de los edificios que albergaban a más de 50 medios de comunicación. No son mejores los periodistas que el resto de las personas pero asesinar a un comunicador lleva un mensaje añadido. La verdad (entendida como la traslación al mundo de aquello que está pasando) no es bienvenida.

Desconozco los datos actualizados de Ucrania. A mediados del año pasado se hablaba de once comunicadores muertos. Eso sí, de dicho conflicto conocemos la obstinada voluntad de acallar al periodista español Pablo González, encerrado ya dos años en Polonia sin que se hayan presentado cargos contra él. Dos años sin ver a sus hijos por, de momento, meras especulaciones de espionaje para Rusia. El Gobierno español se ha mostrado durante demasiados meses con una tibieza impropia en la defensa de un conciudadano. En ocasiones, creo que demasiado a menudo, el periodista que trabaja desde la comodidad de la redacción no percibe suficientemente el peligro (y la responsabilidad) de la profesión y por ello acaba por eludir complicaciones de cualquier tipo. El hábito hace al monje. Al contrario, debemos convertirnos en la voz de aquellos que han sido asesinados o acallados. Tanto de periodistas como de niños. El trabajo, desgraciadamente, es descomunal.

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