Opinión | CALEIDOSCOPIO

Última voluntad

En alguno de sus cursos de periodismo, Gabriel García Márquez dijo que el primer párrafo de un artículo de prensa debía hacer olvidar al lector el café humeante y el croissant de su desayuno. Se refería así el Premio Nobel colombiano a la importancia del arranque de cualquier texto para que el lector lo siga leyendo. Yo no sé si en su nueva novela póstuma se cumplirá ese principio, pero lo que parece claro es que la expectación en torno a ella lo hace, con todo el mundo esperando a poder leerla después de que se publicara esta semana en su Colombia natal tras años de dilaciones por parte de sus herederos. La polémica lleva tiempo ya en el aire, pero ahora irá a más, porque, aparte de discutirse el derecho de los herederos de un escritor a publicar lo que éste no publicó estando vivo, se discutirá también si su nueva novela póstuma merecía la pena que se publicase. Es decir, si desde el punto de vista literario aporta algo a la obra del escritor o si, por el contrario, le resta.

Como no la he podido leer, nada puedo decir sobre esta segunda consideración, pero es que tampoco tengo una opinión clara sobre la primera parte de la discusión, esa que versa sobre el derecho de los herederos de un escritor a editar lo que éste dejó inédito. La historia de la literatura está llena de casos en los que los defensores de las dos opiniones enfrentadas se pueden apoyar para respaldar sus tesis sin que ninguna se pueda defender o rechazar del todo, especialmente en esos supuestos en los que el escritor fallecido no dejó clara su voluntad.

Haced conmigo lo que queráis parece ser que dijo García Márquez a sus hijos, lo que les facultaría para tomar con libertad cualquier decisión no solamente con su cadáver sino también con su herencia literaria y material. Y a ello se agarran sus herederos para contrarrestar las críticas de los que opinan que lo que su padre no publicó en vida pudiendo hacerlo debería haber seguido estando en la oscuridad.

En mi última novela, yo cuento la historia de un personaje que, por razones que no voy a explicar ahora, decide dejar sin publicar toda la obra que ha escrito en secreto durante años. El desarrollo de mi novela gira en torno a esa cuestión aunque no es la única, ni mucho menos, que plantea. Parezca más o menos interesante, la historia está inspirada en una real, la de mi primer editor, Mario Lacruz, a cuya muerte su familia encontró escondidos en un armario cerrado con llave una docena de obras mecanografiadas que había escrito sin que ni su mujer ni sus hijos lo supieran. Y, lo que es más sorprendente, sin que, habiendo podido editarlas (Mario Lacruz fue uno de los editores más importantes de este país), decidió voluntariamente no hacerlo. ¿Por qué alguien decide negarse a sí mismo o negar sus obras al público como escritor? Esa es la cuestión central para mí y no si se debe respetar su voluntad o no después de desaparecido.

Los herederos del escritor tienen todo el derecho a tomar la decisión que quieran, pero, antes de tomarla, deberían pensar en por qué aquél hizo lo que hizo y, como ellos, la sociedad literaria en su conjunto. A veces, la mejor obra de un escritor no es la publicada sino la que voluntariamente quiso dejar en la sombra y eso, a mi juicio, ha de respetarse siempre por encima de intereses económicos, literarios o cualquiera que sea el que se persigue haciendo público lo que era secreto.

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