Opinión | Tribuna

Joan Romero

La política como problema

Asistimos desde hace tiempo en España a un alarmante deterioro de la vida política e institucional. Hasta el punto de que ha desaparecido todo vestigio, no ya de voluntad de acuerdos, sino de intención de reconducir la situación y devolverla a las coordenadas en las que debe transcurrir la conversación democrática. Se ignoran no solo los signos más elementales de deferencia política sino las actitudes circunscritas al ámbito estricto de la urbanidad.

La paleta de colores de la indignidad sigue aumentando: personas muy relevantes dados a la briba y avergonzando a todo un país, bandidos con corbata, intermediarios especializados en hacer negocios cuando la vida de las personas estaba en riesgo, auténticos desalmados que forman parte de tramas criminales para defraudar, malversar y saquear recursos públicos de forma deliberada, consciente y dolosa. Y, de otra parte, la preocupante degradación del funcionamiento de instituciones del Estado, el recurso constante a la colonización de las mismas por parte de los partidos, la práctica generalizada de fenómenos de «captura» por parte de grupos de presión, la percepción de que la corrupción, el clientelismo, el capitalismo de casino y la baja calidad institucional lastran nuestras capacidades, la desactivación de hecho de figuras esenciales para la gobernabilidad, la politización de órganos de gobierno del poder judicial e incluso del Tribunal Constitucional y tantas otras señales de alerta evidencian una deriva muy preocupante.

La utilización grosera de los parlamentos como espacio de confrontación o instrumento de exacerbación de la tensión y el desencuentro institucional total es, sin duda, el síntoma más evidente del fracaso de la política. Viendo las últimas sesiones de control al gobierno en el Congreso de los Diputados o en el Senado me ha hecho recordar el conocido pasaje de una intervención de Ortega y Gasset en un pleno celebrado en ese mismo Congreso el 30 de julio de 1931 cuando afirmaba: «Por eso es preciso que no perdamos tiempo; que no se reproduzcan escenas lamentables en el Parlamento que recuerden los pretéritos. Nada de divagaciones, ni de tratar frívolamente problemas que solo una revelación de técnica difícil puede aclarar; sobre todo, nada de estultos e inútiles vocingleos, violencias en el lenguaje o en el ademán. Porque es de plena evidencia que hay, sobre todo, tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí». ¿Les resulta familiar?

Hay de nuevo demasiados jabalíes en la escena política con la determinación de que no pueda crecer nada. Hay un ambiente demasiado cargado, casi tóxico, en parlamentos, en plenos municipales, en algunos medios, en las redes sociales y entre la ciudadanía, aunque en este caso de forma todavía minoritaria. La búsqueda continua de la confrontación ha devenido en un problema sistémico. Y entonces es imposible impulsar políticas públicas que precisan de acuerdos de fondo para el medio plazo y visiones estratégicas.

Este es nuestro principal problema ahora: el partidismo impide hacer buena política. La política de las cosas concretas. Políticas para un país mediano, no se olvide, con graves problemas de productividad derivadas de un modelo de crecimiento muy frágil basado en gran parte de España en una economía de bajos salarios. Políticas, algunas muy urgentes, que exigen que nuestros gobernantes antepongan los intereses generales y la acción de gobierno a las meras tácticas partidistas de supervivencia.

Además de las tensiones entre nacionalidades y regiones, que junto a la corrupción ocupan casi todo el espacio político, algunos de nuestros grandes acuerdos pendientes precisan de pactos de Estado, un concepto hoy convertido en mero significante vacío, puesto que requieren la cooperación entre las distintas administraciones. Un sencillo repaso puede dar una idea de la agenda pendiente. Sabemos que los efectos extremos del cambio climático serán profundos y el coste económico y para la salud ya son evidentes. Sin embargo, las políticas de anticipación, adaptación y regulación apenas progresan. Hace tiempo que se detuvo la convergencia con Europa en términos PIB per cápita. No tanto porque retrocedamos, sino porque otros progresan más rápidamente. También se ha detenido la convergencia entre regiones españolas, configurando un mapa de distribución de la renta media anual donde se aprecia una clara diagonal que separa la España real en dos mitades. Carecemos de un sistema de financiación acordado que quiebra el principio constitucional de igualdad e impide el despliegue de políticas de bienestar. Una cuarta parte de españoles tiene dificultades para llegar a final de mes y somos el cuarto país por la cola en niveles de pobreza y exclusión, donde sobresale un nivel obsceno de pobreza infantil. La política de vivienda asequible es el gran fracaso de toda la etapa democrática y clave de bóveda de un bloqueo generacional cuyas consecuencias políticas, sociales y culturales aún desconocemos. Nuestro sistema educativo público evidencia fatiga, desconcierto y deterioro. El sistema público de salud reclama recursos. Estamos invirtiendo en infraestructuras de forma equivocada desde hace tres décadas; especialmente en movilidad sostenible en áreas metropolitanas, priorizando servicios para menos del 5% de población mientras se incumplen los raquíticos planes de inversiones en cercanías y media distancia que son los que utiliza la inmensa mayoría de usuarios.

¿No les parece a nuestros representantes que en un contexto global tan confuso e incierto, en este mundo desquiciado en el que incluso se habla de riesgo de guerra mundial, nuestra agenda pendiente debería ser razón suficiente como para serenar el ambiente y ofrecer seguridades a la ciudadanía, en vez de seguir perdiendo el tiempo, instalados en la polarización extrema de forma irresponsable? ¿De verdad se creen su propia propaganda y su lenguaje de madera? ¿Son conscientes de la gravedad del momento y de los riesgos que entraña incentivar la polarización desde los partidos?

Si siembras desconfianza en la política recogerás desafección y descrédito. Sin embargo, las formaciones políticas saben que, llegado el momento, alimentando las emociones negativas conseguirán, como siempre, que mayorías suficientes acudan a las urnas para apoyar a los suyos. Y en este punto, siguiendo el consejo de Albert Camus de que «la duda debe seguir a la convicción como una sombra», quisiera compartir algunas que hace tiempo me acompañan. ¿La política es el problema o es el fiel reflejo del comportamiento de mayorías sociales? ¿No remite más bien a la eterna pregunta de cómo somos realmente? ¿No será que desde los centros de elaboración de tácticas políticas se apela a nuestro cuadrante de las emociones porque saben que es más sencillo para agrupar, alinear y alienar que apelando a razones y argumentos? ¿Una gran parte de medios de comunicación, y muy especialmente las redes sociales, no utilizan idénticas tácticas divisivas y de polarización extrema? ¿Importan los datos? ¿Importa la búsqueda honesta de la verdad? ¿La mayoría social prefiere las razones y los matices frente a los argumentos simples y la identificación personal con un candidato o con un partido, con independencia de sus vicios privados y sus corruptelas? ¿El discurso político basado en la defensa de bienes comunes, la igualdad o la solidaridad importa? ¿Por qué está mal vista la cultura del acuerdo entre partidos diferentes? ¿Importa realmente ofrecer seguridad y mejora en las condiciones de vida de los que más lo necesitan? ¿Por qué amplias mayorías sociales prefieren los polos a las zonas templadas? ¿No será que trasladamos de forma hipócrita a los partidos pautas de comportamiento sectarias e individualistas, hoy mayoritarias en nuestras sociedades? ¿Cuánto hemos progresado desde el amargo alegato sobre la «servidumbre voluntaria» de La Boétie?

¿Qué vendrá después del tiempo de la polarización y los populismos? ¿Se imaginan dónde podríamos estar si en vez de seguir imitando la ruta suicida por la que transita la democracia estadounidense recuperásemos lo mejor de nuestra cultura política, aquella que ha hecho posible el mejor periodo de progreso y bienestar de la sociedad española? La mejor respuesta es seguir reivindicando la importancia de los argumentos frente al ruido, el fanatismo y la furia, el respeto y la disposición a dejarse convencer con argumentos, la defensa de la política, del diálogo y el acuerdo, el papel del Estado, la calidad institucional y el buen gobierno. Porque en eso consiste la democracia. Lo contrario es el regreso al «estado de naturaleza».

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