Son muchos, comen mejor que tú y están apelotonados. Me digo esto como si fuera una salmodia mascullada entre trincheras, con auténtico instinto de búfalo, mientras elaboro penosamente la estrategia de cada día para corregir el estropicio mortal contra mí mismo y mis enseres cometido a buen seguro durante la noche. No sé por qué. Pero mi cuerpo asocia como el perro de Pavlov las procesiones con la carrera, y nada más enrarecerse el ambiente con la plomada de los tambores, empiezo a soñar con salir disparado y por mis propios medios, lo cual, para alguien que no sabía que tenía piernas hasta bien pasados los treinta años, no deja de constituir un pequeño milagro. Cada día. Desde el Domingo los Ramos. Arrancan los tronos en sus refugios y automáticamente fantaseo como un monje sufí, viendo en los vacíos residenciales de la periferia mis jardines colgantes. Y casi siempre al trote, como en la última hora del Domingo de Ramos, cuando galopaba en mi retiro, comúnmente desarbolado, con una cartera con velcro encontrada en alguna parte muy del gusto de los politoxicómanos y de los ciclistas de los ochenta y cuyo único objeto era sujetar el móvil y la música de Wagner, que es mi respuesta sagrada en estos días a la frivolidad marcial de la trompeta y su tiento de verbena y de Eurocopa. Con la cartera sujetada con la mano izquierda y las canillas esplendorosamente al aire, más que un corredor parezco un demente después de robarle el bolso a una anciana. Y en cierto modo lo soy, especialmente si se considera la deslealtad a las costumbres como una especie de altercado. «Cómo se te ocurre pasar por la calle mayor en Domingo de Ramos y con esa facha», recuerdo que me decía mi abuela y a mí siempre me daba hambre, porque no he sido nunca otra cosa que un semental con esto de las prohibiciones y es mentar una y acudirme todas a la vez, hasta el punto de hacerme soñar en la infancia con comer jamón y en chándal cada viernes, en una orgía espeluznante de paletilla ibérica y de pecado.

En estos días de palio e incienso, los pies, insisto, son los mejores aliados. Incluso cuando te conducen abiertamente hacia un encuentro con los seres humanos. En mi última carrera por el bendito desierto de los barrios, justo cuando esperaba ver a lo lejos a Luke Skywalker abrigado hasta las cejas encima de un camello piloso, fui abordado por una estudiante japonesa que me hizo detenerme en seco, con esa disposición secreta a la parada que siempre tiene todo corredor de fondo frente a las mujeres guapas. «¿Cómo voy al centro?», preguntó. Y estuve a punto de llorar y echármela en la grupa para salvarla. «¿Centro? ¡No! Vuelve a Japón. Te traeré flores amarillas, viajemos en helicóptero». No sé qué diablura ni que proceso taumatúrgico se desarrolla en la periferia mientas el centro se adhiere como un horizonte hecho para las grandes citas al frenesí de los tambores. Aunque merece la pena intentarlo. Déjenme pasar señores cofrades. Por Belenos y por Tutatis. Estoy pensando seriamente en cargar sobre los hombros el edificio de La Opinión y plantarlo en Huelin con mis propias manos. Con vistas al mar. Soñando con Japón cuando llegue la marea baja.