La cofradía sevillana de El Silencio está conmemorando los 400 años del voto de sangre con el que desde el 29 de septiembre de 1615 vienen jurando sus cofrades defender con la propia vida la Pureza Inmaculada de María, que no fue declarada dogma hasta 1854. Pionera en tal juramento, la hermandad hispalense plasmó tan solemne voto incluyendo en su cortejo nazareno una bandera blanca, llamada Concepcionista, flanqueada de un cirio blanco y una espada desnuda. La bandera, luego también reconvertida en Simpecado, fue adoptada por cientos de cofradías españolas. En cambio, la espada portada por un nazareno no se atrevió a copiarla hermandad alguna, ni siquiera en Sevilla, hasta que hace poco más de un lustro algunas malagueñas, tan asombrosa como injustificadamente, plagiaron sin rubor tan genuina y exclusiva insignia.

Sorprende que quienes más debieran apreciar el hondo valor religioso e histórico de los símbolos cofrades los rebajen a remedos sin fundamento ni cordura. Sólo la falta de escrúpulos derivada de un grave déficit de criterios puede impulsar ese mimetismo fatuo e insustancial, vano afán de aparentar lo que no se es.

Para seguir procesionando su espada, la cofradía sevillana hubo de pleitear en varias épocas con autoridades eclesiásticas y políticas. Sus cofrades, hoy como hace cuatro siglos, siguen renovando su juramento cada septiembre, pues verificarlo es requisito indispensable para engrosar su nómina. La espada de El Silencio, enhiesta, gallarda y desnuda en su procesión, es así alegato de fe, prueba de convicción, signo de carisma.

Resulta, pues, absurdo por anacrónico, y ridículo por fuera de contexto, que aquí haya cortejos -alguno que tan sólo sale desde hace una década, y otro cuya hermandad no alcanza aún un siglo de antigüedad- que se atrevan a procesionar una réplica, impertinente pantomima, de la espada de El Silencio.

La primera vez que vi ese plagio fue en la calle Calderería un Martes Santo. El nazareno portaba la espada en su diestra, apoyada en su hombro y sin apostura alguna. En su siniestra, bajo el antebrazo, una plástica botella de litro y medio de agua mineral. ¡Qué farsa tan grotesca!, pensé. Un esperpento que rayaría en infamia de no ser pura mamarrachada.