Recuerdo el día que encontré su estampa entre los papeles que estaba organizando mi madre en ese cajón del mueble del salón donde cabe de todo. «Toma, guárdala en tu lata». En blanco y negro aparecía el Señor de perfil, mirándonos, de cuerpo entero, pisando flores con su pie avanzado, caminante. Hasta alguna que otra tulipa de caramelo se veía. «Esta foto me la dio de chica el hermano mayor de la cofradía». Me la imagino muy niña, cuando salía del colegio y corría a la parroquia a arrodillarse ante el Señor para pedirle por su padre enfermo. «Yo iba mucho a rezarle». Uno y otro día. La veo ahí de espaldas, con su pelo rubio sobre los hombros. «Me agarraba a la reja y me tiraba un buen rato». Veo su cara. Su gesto serio y profundo, los ojos clavados en sus ojos. «Ay, Señor». Esta niña de la calle Santa María se ha jactado siempre, presumida ella, de haber vivido su niñez en el Centro, oyendo el paso del tiempo en el reloj de la Catedral, existiendo sencillamente, pero no en necesidad, «gracias a Dios», porque tenía una madre, mi abuela, que trabajaba de sol a sol para sacar adelante a sus tres niños y a su marido «el pobre, siempre malo». La veo en la plaza de la Constitución. Aún se le escapa su antiguo nombre pues parece que en la madurez le gusta rememorar esa felicidad con tantas espinas como rosas de su infancia. La veo, sí, con su porte de siempre, con su hermanita de unos siete años que sonreía tristemente a la cámara. Y también en mañana de Corpus Christi, las mismas poses, renovados atuendos. «Qué bonito era el Día del Señor». Y en su cara, siempre la oración. Pensativa siempre, atrapada por Él, bálsamo en la enfermedad. «Señor, te pido por mi padre». Y el Nazareno, Rico en Amor, que la tenía cogida de la mano a todas horas, que la atraía a sus ojos cada día, parecía que dejaba sólo un segundo el madero para decirle: «Ahí llevas mi bendición para él». Y ella saldría veloz, niña, mujer, madre y ahora abuela, para llevar ese consuelo del Señor en volandas, como una paloma llena de paz y sosiego, reconfortada, camino del nido que era el regazo de su padre.

Las cadenas que atrapan tantos cuerpos postrados por la enfermedad y tantas almas desoladas en silenciosos túneles negros... Esas cadenas que impiden caminar, respirar, vivir, eres Tú, Señor, el único capaz de romperlas todas, una por una, pues viniste a salvarnos a cada uno de nosotros. Por ti Señor, somos liberados en un momento de todas ellas. En lo que tarda tu mano en darnos la bendición. Y aunque una eternidad se estanque en nosotros, pues el abrazo de nuestras cruces se hace nudo y las espinas se nos clavan como puñales helados en la frente, si conseguimos mirarte de frente, Señor, se derretirán dando paso a la primavera. No serán nada si caminamos, un día y otro más, despacito, hasta la misma gloria, en pos de ti.

No lo recuerdo bien, era demasiado chico, cuando comencé a ir tras el Señor un Miércoles Santo. Primero en brazos, después ya andando un poquito. Sí tengo en mi imaginación la multitud de caminantes tras el rastro del Nazareno por la Alameda de Colón. Sólo eso recuerdo, como una luz fugaz.

Ahora también esta Alameda está en mi mente. Y de nuevo es Miércoles. El presente de mi casa se ha llenado del color que tiene el mar si se mira desde el cielo, como lo mirarán tantos malagueños que allí habitan, y que por estas fechas, siguen el rastro de la espuma para contemplar embobados una nueva Semana Santa. Ese color que no es azul ni es verde, pero que une el color inmaculado con el de la esperanza, dando color a los hábitos de estos nazarenos que empezamos a caminar hacia un rumbo distinto, el de la Catedral, pero por el mismo sendero: el del amor a la Madre de Dios.

Es cierto eso de que «sólo el amor podrá salvar el mundo». ¿Y no fue Ella solo por amor la Madre del mismo Amor? ¿No fue Ella, la que sólo con un Sí, nos trajo la Inmensidad de Dios para llenar nuestras vidas? ¿No fue Ella la que ayudó a romper las cadenas que nos aprisionaban y nos ofreció el camino hacia la salvación? Ella es la Madre que nos conduce ante el Señor. La Mediadora nuestra.

Ella llegó por sorpresa a nuestras vidas, casi de puntillas, en ese juego de casualidades que se suman unas con otras hasta lograr contemplar absortos la flor más bella. A los pies de nuestras cruces, de nuestros fracasos y soledades, vino a brotar la flor más pura, como si dijera el Señor de nuevo en el Calvario, donde no deja de redimirnos ni un solo día: «He ahí a vuestra Madre».

La que es «Causa de nuestra alegría», nuestro auxilio y consuelo, camina hoy hacia la Catedral. «Ave María». Y viene acunada en suaves mecidas, con el mar de su manto cubriendo nuestras cabezas, bajo un palio de dulces cerezas maduras, guiándonos con la proa de su jábega que apunta hacia el cielo y regalándonos sus cinco lágrimas, que se multiplicarán en nuestras caras, como agua viva, cuando la veamos entrar en calle Larios. Y mi madre, siempre a su lado, como las mujeres nazarenas que no dejaban sola a María ni un solo momento. Siempre junto a Ella para que ni el aire la roce. «A la Virgen, ni el pétalo de una rosa». Y la que fue niña ante El Rico y volaba más que corría para llevarle a su padre la bendición al Señor, llega ahora a esa Alameda de Colón con sus nietos de la mano, orgullosa y feliz pues es una mujer más, entre todas las que siguen a la Madre del Redentor, la que trae hasta el Centro de la ciudad el mejor regalo que nos ha podido hacer el Señor: la presencia de nuestra Señora. La grandeza de nuestra Mediadora. Ya viene brillando en la luz de la tarde, toda Ella sencillez, delicia de Virgen, la doncella de Nazaret.