Los acontecimientos fueron sucediéndose de forma vertiginosa. Todo ocurrió al día siguiente de la celebración de La Magna con motivo del centenario de los sucesos de 1931. Recuerdo que estábamos grabando todo con las gafas de realidad simulada. Los hologramas de las publicidades habían sido desconectados por la alcaldía no sin protestas de los comerciantes del Centro Histórico. Los tronos, la mayoría al borde de los 75 años, lucían majestuosos por la nueva ciudad proyectada en la década de los 20 del siglo XXI. Líneas rectas y desprovistas de cualquier adorno muy al gusto de las construcciones públicas que promovía el único Gobierno europeo. Todos estábamos agolpados en las pocas calles del XIX que quedaban en pie. Casi todo el Centro era un museo al aire libre desde que nos convertimos en la capital de los cruceros universal. El Cristo de la Expiración de Benlliure avanzaba solemne, casi a punto de cumplir cien años. Impresionaba como si lo vieses por primera vez. Los hombres y mujeres de trono iban con sus relojes de salud monitorizados por una app que controlaba la Agrupación de Cofradías para que no sucediera ningún accidente cardiovascular. Era fascinante ver el barroco a través de nuestras pantallas de oled de los últimos smartphones llegados desde Asia. Grabábamos todo en silencio. Nuestros teléfonos apuntaban al trono mientras en nuestras gafas un dispositivo de grabación de audio registraba el sonido de la flamante y nueva Banda de la Escuela del Rocío. En un completo silencio, el trono se alejó. Apagamos los dispositivos y nos fuimos a casa.

A la mañana siguiente y después de recabar informaciones de mis amigos, a todos nos sucedía lo mismo. La pantalla del centro multimedia de casa estaba con un fundido negro. Por más que moviese el chip de control implantado en la muñeca, no salía ni una imagen. Por la intranet mis amigos, algunos con cierta ansiedad, me gritaban que todo había desaparecido. La información en gigas de lo cofrade se había evaporado. Todo lo demás permanecía. Solo se había borrado en todo el mundo lo relacionado con la Semana Santa. La ciberpolicía comentó que fue un ataque terrorista. La autoría no estaba clara. Un virus se había encargado de rastrear y borrar de un plumazo de las nubes, teléfonos y discos duros de todo lo que fuese cofrade. Creo que nunca se sabrá la verdad. A los dos días, seguía sentado frente a la pantalla en negro intentando recordar. ¡Sí, recordar! Sentí un terrible pánico cuando me di cuenta que no me venía a la mente ningún rostro de Virgen o Cristo y me costaba la misma vida tararear alguna composición musical. No teníamos nada en papel, puesto que fue prohibido por el Gobierno por la deforestación. Ni carteles ni estampas. Nada. Lloraba. Mi memoria no era sólida como un disco duro de 2.000 gigas. Todo estaba pantallizado. Grabábamos todo. No lo veían nuestros ojos. Solo lo veían nuestros objetivos.

Ese día comprendimos como no estábamos viviendo. Nos perdíamos todo en un afán de almacenar información que acaba perdiéndose entre códigos binarios. No almacenábamos en nuestra memoria la belleza del momento. Los sentimientos. El olor y el tacto. Nos habíamos dejado llevar por una vorágine de imágenes, megas, palos, trípodes y tarjetas de memoria. Habíamos perdido la capacidad de observación y no nos habíamos dado cuenta. Un universo de pantallas rodeaban a un trono impidiendo tocar las palmas o persignarse al ver pasar a la imagen divina. Teclear conversaciones mientras el trono bordaba una curva al son de una marcha. El vértigo. Presente o futuro. Probemos a almacenar en nuestra cabeza los días más bellos del año, vaya que algún día todo se borre.