Conocí a un tipo que solía mostrarse especialmente pletórico en las mesas bien surtidas. «Comamos igual que dioses», solía decir alzando la copa. Y aunque sus palabras sólo aspiraban a sustituir el momento por la metáfora y su correspondiente hipérbole, alguien se veía obligado a aclarar que el manjar de los dioses era la ambrosía, alimento de buen gusto y delicado que nadie ha podido determinar con certeza.

La ambrosía se acompañaba a menudo por el néctar en las celebraciones, y ambas aparecen en el mito y la literatura como dulces divinos que fueron garantizados para satisfacer el hambre o la sed de cualquier residente inmortal del Olimpo. Aunque los estudiosos no están del todo seguros de lo que los antiguos griegos pensaban de la ambrosía (o su equivalente líquido) en realidad se cree que estos ingredientes míticos tenían alguna conexión con la miel, un dulce disfrutado por los mortales a lo largo de los siglos. La miel era muy apreciada en la antigua Grecia. Sin embargo, la ambrosía es algo más que una comida deliciosa. Hay varios episodios de la mitología griega en los que la ambrosía es utilizada por los dioses y diosas como una especie de bálsamo que confiere la gracia o incluso la inmortalidad (si se trata de mortales) a quienes la toman. Afrodita, diosa de la lujuria y del amor, la ingería para embellecer aún más. Aquiles se bañó en ella para convertirse en inmortal. Con la ambrosía -abundante en el jardín de las Hespérides- como pretexto, uno llegaba a Homero, a la ninfa marina Tetis y a Amaltea, la cabra nodriza de Zeus. Y de ahí al verdadero sentido de todo ello: el elixir de la vida.

No es descabellado preguntarse después de un festín qué es lo que comían los dioses y, ya con los pies en la tierra, qué es lo que se comía en la Antigüedad y quiénes fueron desde los orígenes los perfeccionistas del gusto en los albores de la cocina occidental. El sabio Arquestrato, autor del primer tratado gastronómico; Marco Gavio Apicio, a quien se debe un recetario todavía de referencia, o el rey de los gourmets, Lucio Licinio Lúculo. Para empezar, por lo que nos cuenta Homero, los dioses, además del néctar y de la ambrosía, lo que les gustaba era la carne. El autor de La Odisea no escatima adjetivos cuando se trata de describir los aromas de los asados que envuelven corredores y salas en las moradas olímpicas.

Un caso claro es el de Hermes. Dios de los rebaños y los pastos y mensajero de los dioses, su pasión por la carne es un ejemplo incomparable de precocidad. Cuando no habían transcurrido aún 24 horas desde su nacimiento se le despertó un hambre atroz. Todavía envuelto en pañales, se levantó, robó 50 bueyes de la ganadería de Apolo, desolló una pareja y después de descuartizarla asó los pedazos. Más tarde, como si no hubiera pasado nada, regresó a la cuna y se hizo el dormido. Pero el olor del asado seguía tentándolo. Debido a su insistencia, Apolo acabó cediéndole todos sus bueyes a cambio de la cítara que aquel había inventado y Zeus le nombró dios protector de los rebaños, de los que luego pasó a ocuparse.

La exageración en las observaciones se ha ido limando, no obstante y gracias al Cielo, dentro del propio contexto de los tiempos. El griego Arquestrato, poeta de Gela (Sicilia) y autor de la primera guía gastronómica, explicaba en su Hedypatheia cómo las lampreas cebadas con carne humana tenían un sabor sublime y eran mucho más digestivas que el resto. En sus viveros del lago Lucrino, Lúculo las alimentaba con los despojos de los pescadores de Miseno que se tenían la arriesgada costumbre de rescatar del agua los objetos preciosos que los romanos ofrecían a los dioses. La profanación se castigaba con la muerte, como recordaba Santiago R. Santerbás en La vuelta al mundo en ochenta mundos, un imaginativo cuaderno de viajes editado en los años ochenta, por Hiperión. Lúculo confiaba ciegamente en Arquestrato, que, a su vez, seguramente guió los pasos, ocho siglos después, del cocinero y patricio romano Marco Gavio Apicio, que escribió, en tiempos de Tiberio, De re coquinaria, una interesante recopilación de recetas que ayuda a entender lo que se comía entonces.

El desdén de Tiberio por los asuntos de Estado era equiparable a su interés por los placeres de la vida. Y no cesaron hasta los últimos días en los que el emperador, ya viejo, se refugió en Capri, alimentándose básicamente de ostras y rodeados de efebos, mientras que el gobierno estaba en manos de los procónsules. En Roma, los cocineros no llegaron a valorarse como en la antigua Grecia. De hecho, fueron siete chefs griegos, aunque muy posteriores al poeta de Gela, quienes colocaron, según admite la historia, los cimientos de la gran cocina que se hizo más tarde en Roma y en todo Occidente: Egis, de Rodas, especialista en los pescados; el teórico ateniense Chariades; Lampria, autor de un caldo oscurecido con sangre -aquí se podría bromear con la lamprea a la bordelesa-; Euthino, cocinero de las legumbres, en particular de las lentejas que eran las más utilizadas; Apctonete, que embutía las carnes; Nereo, a quien se debe el caldo de pescado que se ofrecía los dioses, y Ariston, creador de guisos y salsas. Aquí concluye, se puede decir, la aportación de los griegos a la cocina, ya que siglos más tarde se dedicaron a rebautizar, y a veces tan siquiera, las especialidades de sus invasores turcos.

En la Grecia de hoy, mientras uno se envenena con ese matarratas que llaman retsina sólo queda comer cocina de tradición otomana o felicitar a los griegos por sus antepasados en los tiempos de Homero, que fueron grandes amasadores de pan, excelentes cazadores y que rindieron culto como nadie al aceite, que cumplía con las funciones de alimentar, alumbrar y ungir el cuerpo. Como recuerda el Conde de Sert en Una historia europea de la buena mesa, la utilización del aceite fue tan importante en este período que la destrucción de los olivos en la guerra del Peloponeso fue causa primera de la decadencia y ruina de Atenas. Aquellos griegos, ajenos a su tortuosa y accidentada evolución, sí eran dignos descendientes de los dioses.