"No tiene pierna izquierda; tiene un martillo". Así describió Raymond Goethals,legendario entrenador del Anderlecht, a Ludo Coeck,el estiloso mediocentro del conjunto belga de los setenta que provocaba un justificado pánico en los porteros rivales cada vez que armaba su disparo. No era extraño que le llamasen Ludo «Boum». Pero el espigado jugador belga, que superaba de forma holgada el metro noventa, era mucho más que un simple chutador. Su talento fue descubierto muy pronto.

Tenía solo 16 años cuando el Berchem -equipo de una barriada de las afueras de Amberes,donde él se había criado- le subió al primer equipo. Deslumbraba por su presencia física, pero sobre todo por la delicadeza con la que manejaba la pelota.Impropia y extraña en un futbolista tan grande y aparatoso. Todo lo hacía bien. Era trabajador, seguro, pasaba en corto,en largo,sabía dominar la posesión y el juego. Y por si fuera poco, la naturaleza le había dotado de una potencia extraordinaria en su pierna izquierda que ayudaba a su equipo a abrir partidos contra las defensas más cerradas.No era la cualidad que más valoraban sus entrenadores, pero sí la más llamativa para el gran público, la que disparó de inmediato su popularidad cuando en 1971 el Anderlecht se hizo con sus servicios.

Solo había jugado siete partidos en Primera, pero ya era suficiente. En Park Astrid, la cajita de zapatos en la que juega el conjunto de Bruselas, se convirtió en una absoluta celebridad. Esencial en el eje del centro del campo formó parte de un equipo inolvidable, del que tomó el relevo del Ajax como ejemplo de fútbol moderno y atrevido. En aquella alineación, además de Coeck, estaban futbolistas como Van der Elst, Rensenbrink, Haan, Vercauteren o Van Himst. Raymond Goethals, el técnico, hacía imperar la ley del centro del campo donde era superior a casi todos sus rivales. El buen gusto trajo títulos y a finales de los setenta el Anderlecht se llevó dos Ligas, una Copa, dos Recopas, dos Supercopas de Europa y una Copa de la UEFA.

La cosecha doméstica no fue mayor porque el equipo sentía predilección por los torneos europeos y en ocasiones descuidaba las competiciones locales.Pero la fama del Anderlecht, de la selección belga y de Coeck no paraban de crecer mientras se sucedían las ofertas de los grandes conjuntos europeos. Pero el esbelto mediocampista había decidido que solo saldría del Anderlecht después del Mundial de España en 1982 donde guardaba la esperanza de extender los dominios de la atractiva propuesta belga. Sucedió solo a medias. En la jornada inaugural derrotaron a la Argentina de Maradona -lo que les concedió su momento puntual de gloria- pero no fueron más allá de la kafkiana segunda fase que la organización española se había inventado para enredar el torneo y concederle alguna esperanza extra al triste conjunto de Santamaría. Coeck dejó un gol tras uno de sus latigazos desde más de treinta metros ante El Salvador.

Poco después del torneo el jugador del Anderlecht se convirtió en el objetivo de los grandes del fútbol italiano.Era el hombre ideal para un torneo que vivía tiempos terribles, lleno de partidos atascados, sin ocasiones, con equipos enteros colgados del larguero y donde había que sacar petróleo de facetas de juego como el balón parado. Coeck era un diamante en bruto. Al margen de su presencia física y evidente calidad, los entrenadores soñaban con que su letal lanzamiento de distancia abriese muchos de esos partidos de difícil digestión.

El Milan y el Inter se enzarzaron en una cruenta pelea por hacerse con los servicios del futbolista belga. Uno más de los duelos que históricamente mantienen los dos equipos de la ciudad lombarda por los mismos jugadores. Ganó el Inter que en verano de 1983 presentó orgulloso al jugador. Coeck, de 27 años, posaba sonriente, con la vida casi resuelta, cargado de esperanza e ilusión. No podía imaginar que en ese momento comenzaba un calvario que terminaría de la peor manera para él.

Llevaba solo 9 partidos de Liga con la camiseta del Inter cuando cayó lesionado en la rodilla durante un partido con la selección belga. La primera dolencia en toda su carrera que, aunque no parecía excesivamente grave, le tuvo en blanco todo el año. Varias veces se anunció su regreso, pero siempre surgía un problema nuevo, una molestia que impedía su reaparición. La culpa estaba en los tendones de su tobillo y en una malformación de su cadera. El verano siguiente el Inter le cedió al Ascoli porque sus plazas de extranjeros estaban en manos de Rummenigge y del irlandés Liam Brady. Allí tampoco fue capaz de despegar. Los médicos insistieron en que sus tobillos eran extremadamente débiles y que tal vez todo tuviese que ver con su estatura.

Coeck no desfalleció. Insistió en luchar por recuperar su espacio en el fútbol europeo al tiempo que inició una serie de campañas solidarias para conseguir dinero para paliar la hambruna en Etiopía. Fue de los deportistas pioneros en esta tarea benéfica de remover conciencias aprovechándose de su posición y fueron famosas sus campañas tanto en Italia como en Bélgica. Pero sus tobillos no mejoraban. Pasó por el quirófano sin fortuna y en 1985 decidió regresar a casa con la idea de tomar impulso. Fichó por el Molenbeek pero no llegó a debutar. Estaba cerca de hacerlo cuando una tarde cogió el coche para acudir a Bruselas al programa de televisión «Extra Time». Allí habló de su carrera, del hambre en África,de la ilusión de volver a sentirse útil en un campo de fútbol. De noche emprendió el viaje de vuelta. Llovía y la carretera estaba realmente peligrosa. Cerca de Rumst, por motivos que se desconocen, su BMW perdió el control y se salió de la vía. El golpe fue salvaje y Coeck apenas sobrevivió unas horas. Tenía treinta años cuando su corazón se detuvo y con él la carrera de un futbolista al que la suerte hacía tiempo que había abandonado.