«Tengo 67 años y esto es lo que he conocido. Cuando era pequeño, en los tiempos aquellos, era a lo que todo el mundo se dedicaba», relata el agricultor y vinicultor Francisco Parra mientras se introduce entre sus vides. Con sus abuelos y padres plantó las cepas. Ellos le enseñaron a sacarles el máximo partido. Con su hijo maduró la idea de abrir una bodega en la que criaran distintos caldos. Ambos crearon el negocio, en principio, para consumo propio debajo de su casa y junto con un enólogo comenzaron a sacar los primeros vinos.

«Mi hijo siempre ha estado pegado a mí. Cómo sabía que lo que más me gustaba es esto pensamos hacer una bodega» cuenta Francisco, un proyecto muy calibrado y estudiado por su hijo. El objetivo era crear una bodega comercial y sacar un gran vino al mercado. A la altura de los mejores.

En la planta baja de su casa, decenas de botas se alinean con la inscripción de vinos dulces, secos y semisecos y la fecha en la que se pisó la uva. Barrica de distintas añadas a una temperatura constante. La prensa, la fermentadora, la embotelladora está absolutamente nueva. Tristemente Francisco perdió repentinamente a su hijo: «Abandoné. Era lo que más quería y perdí toda la ilusión», emocionado cuenta su historia.

Desde entonces la bodega de la familia Parra espera a que la pena se vaya diluyendo y vuelva la ilusión y las ganas como años atrás. Francisco nos declara que han sido muchos interesados en dar a conocer su bodega y sus vides, «pero siempre he dicho que no».

Parra, a pesar del dolor, se felicita por la idea que tuvieron él y su hijo. Coquetea con los barriles orgulloso y presume de no haber vendido nunca una botella, ya que disfruta regalándolas a amigos.

Afirma que el éxito del producto es «trabajarlo todos los días, desde los requerimientos de la vid mes a mes, durante todo el año, hasta las formas de elaboración de los caldos».