Algunas veces cuando ocurren cosas extrañas o raras en nuestras vidas que desafían a una explicación lógica, tendemos a achacarlas a una coincidencia. Pero cuando somos lo suficientemente afortunados para descubrir que esas coincidencias no lo fueron para nada, humildemente podría sugerir que el destino entra en juego.

En mi caso, originalmente fue mi amor por el flamenco lo que me trajo a España. Pero desde el momento en que puse el pie en tierras andaluzas sentí como si hubiera llegado a casa. Fue un sentimiento extraño, casi como sentir un déjà vu. Empecé a hablar español sin haber tenido formación para ello antes y encajé con la cultura y las tradiciones sin ningún problema. A menudo me preguntaba por qué había sido tan fácil, pero no me paraba en ello demasiado, pensando que era una mera coincidencia.

Y entonces un buen día, diez años después de llegar a Andalucía, descubrí por qué me sentía tan cómoda: porque el fértil espíritu de esa tierra fluía por mis venas. Descubrí que Anita Delgado, una bailaora de flamenco de Málaga, era mi abuela paterna.

Mi vida se puso del revés cuando mi madre me confesó poco antes de morir que el hombre que yo pensaba que era mi padre no lo era y que mi verdadero padre era Ajit Singh, un aristócrata indio. ¡Tremendo! ¿Y ahora qué? Había pasado cuarenta años pensado que era una persona y de repente me desperté y era otra. Comencé a investigar la vida de Ajit Singh, hijo del Maharajá de Kapurthala, y así descubrí a Anita Delgado. No había mucho que aprender sobre Ajit Singh, fue un hombre muy reservado que rehuyó las miradas indiscretas, pero sí había bastante sobre su glamurosa y atractiva madre.

La vida de Anita fue como un cuento de hadas, una versión de principios de siglo de Kate Middleton y Grace Kelly. Pero, personalmente, no fue el cuento de hadas de Anita lo que me atrajo, ni sus espectaculares alhajas o su superlujoso estilo de vida… lo que me atraía era que fue bailaora. Puedo hablar de eso porque cuando yo era una joven de 16 años (la misma edad que tenía Anita cuando bailó en el Café Central de Madrid) también había bailado, pero no flamenco, sino clásico indio; esa era mi conexión con una mujer que de repente entró en mi vida y se convirtió en mi abuela, una unión de la que estoy especialmente orgullosa.

Poco después de descubrir que Ajit Singh era mi padre, fui a la India a petición de la familia Kapurthala y los conocí a todos. Estaba intentando encontrarle un sentido a esa nueva identidad y esperaba que ellos me ilustraran sobre Ajit y su madre. Los Kapurthalas fueron amables y acogedores e insistieron en darme el título de Maharajkumari Sahiba, que decían que era legítimamente mío.

El título puede sonar maravillosamente regio, pero no añadió nada a mi vida en ningún sentido, ni material ni de otro tipo. Y más allá de eso, no había mucho más. Les pregunté por Ajit y por si, quizá, había algo de él que pudiera estar en los archivos familiares, pero extrañamente no había nada… ni fotografías, ni recuerdos, ni cartas… nada. Y de Anita había aún menos. Era como si se hubiera perdido en las neblinas del tiempo una vez que dejó la India tras su divorcio del Maharajá.

Había confiado en que mi viaje a la India me diera un tesoro, una cueva de Aladino de información sobre un padre y una abuela que tanto quería conocer. Pero no fue así. Volví a Nueva York, mi hogar desde 1982, donde mi vida como la conocía había acabado: mi madre había muerto, mi trabajo de alto nivel con Dan Rather en la CBS había llegado a su fin, mi compañero de los últimos 15 años decidió aceptar un trabajo que le trasladó a Londres y el supervisor de mi edificio trajo a un equipo de fontaneros y pintores para algunos trabajos que necesitaba mi apartamento. Estaba sin casa, separada, sin empleo y huérfana. Caí en una depresión muy profunda, tratando desesperadamente de darle sentido a quién era y dónde encajaba en esa nueva vida.

Después de muchos meses largos y solitarios, me dirigí al pilar de mi vida, mi tía Hafsah, la hermana de mi madre y la mujer que me crió. Ella me ayudó a entender la vida de mi madre y por qué creía que mi madre me había ocultado la identidad de mi padre y, lo más importante, me enseñó que podemos cambiar nuestras vidas si así lo deseamos, que todos tenemos el coraje y la fuerza para hacer algo de nosotros mismos sin que importe cuáles son las circunstancias.

Y lentamente, con su paciencia, entendimiento y amor, empece a sanar y de las cenizas de mi anterior vida surgió una nueva… una que yo había elegido y creado.

Y… hablé con Anita. En un viaje a Madrid decidí hacerle una visita y me senté junto a su tumba en el cementerio sacramental de San José, donde está enterrada.

Saber que Anita Delgado era mi abuela no cambió mi vida. Hizo mucho más: Anita me ayudó a entender mi pasado, le dio sentido, le dio una explicación a las coincidencias… y con ello me dio la fuerza necesaria para seguir adelante y convertirme en la mujer que soy hoy