Detrás de las hamacas, de los cables, una edición inglesa de El Capital. La fantasmagoría del cine que se acaba y da lugar a la tertulia, a la estrella cárdena, el whiskey y el clavel. Fueron tiempos raros, emergentes, en la Costa del Sol. A pocos kilómetros de Franco, un rojo de los de caza de brujas con su amigo rojo y sus conversaciones rojas, con todo tipo de lujos, cámaras y combinados con hielo, viviendo y diciendo lo que a Hollywood le parecía excesivo, en una dictadura europea, protegidos por el idioma y el salvoconducto de la inversión.

Cuando Robert Rossen y Stanley Baker coincidieron en el rodaje de Alejandro El Grande (1956), también existía la paradoja, pero en ningún sitio sonaba tan paisajística como en Marbella, donde las convicciones importaban menos que el dinero, siempre y cuando se mantuviera la discreción. El equipo la tenía y eso a pesar de la trayectoria de su director y protagonista y de Richard Burton, caído como Diógenes, de Sinope, en el centro del tonel.

Rossen, director de El buscavidas, venía del asedio del maccarthismo, que le había obligado a delatar al resto de la pandilla prosoviética del país; Baker, en cambio, comenzaba a despuntar como actor y a abrazar el programa izquierdista, lo que, a partir de entonces, se convertiría en un motivo de mofa nacional: los británicos no le perdonaron lo mismo que nunca se perdona a un comunista, el gusto por la vida dulce, de vuelos privados, comilona y pelotas de golf.

Del rodaje a la propiedad

Todo, risas incluidas, comenzó en esa película, en la Costa del Sol. Del encuentro entre un cineasta rojo y un actor rojo no salió una revolución, sino un principio de biografía entre mansiones y oleaje, al calor de Marbella, de la hoz y del Martini, henchida, dichosa, incandescente. Stanley Baker descubrió que la doctrina era la adecuada, pero también el lugar, al que regresó una y otra vez, probablemente para desentrañar algún pasaje de la dialéctica, que, dicho sea de paso, se debe de leer tan ricamente en las villas de Marbella, con mayor serenidad de espíritu y claridad. El actor se hizo millonario y se compró una casa en la urbanización Guadalmina, mucho antes que el resto de la tropa y sin importarle en lo más mínimo las críticas de sus compatriotas, que utilizaron la cuestión de la Costa del Sol como dardo para clavar sus contradicciones, su revoltoso y temperamental modo de vivir.

El patrimonio del actor

Al fin y al cabo, el Stanley Baker que se paseaba por Málaga no era sólo una estrella británica, ni un millonario galés, sino todo un preboste de la cultura anglosajona; había puesto en marcha la mayor productora de las islas y protagonizado filmes de tanto recorrido como Zulú, en la que le hizo de escudero, de simple escudero, el mismísimo Michael Caine. La cuenta corriente del galés se prolongaba tanto como su amistad con Richard Burton, con el que compartía el gusto por las bebidas frías y de alta gradación.

De la revolución a la Reina

Baker se permitió, incluso, el lujo de rechazar el papel de James Bond, que le cayó encima a Sean Connery porque a su vecino de Marbella le aburría soberanamente interpretar el mismo personaje en lo que se preveía una saga de larga duración. El comunista de la Costa del Sol no lo necesitaba; ya era amigo, incluso, de políticos tan influyentes como Harold Wilson y pesaba sobre su cabeza, enardecida por el eco de las rebeliones y la lucha de clases, el título, concedido por la reina, de caballero, Sir.

La desgracia prematura

Del actor se puede cuestionar su coherencia, pero no su fidelidad. Murió prematuramente en Málaga, a los 48 años, en una de sus frecuentes escapadas para tostarse el bigote y jugar al golf. Había sufrido una neumonía, acaso alimentada por sus mano a mano con el tabaco y el destilado nacional escocés; lo curioso es que falleció en el Hospital Carlos Haya, a apenas unos metros de la habitación en la que horas antes había estado ingresado el torero Curro Claros. Dejó muchos amigos en España, todos convencidos de su talento y sus maneras amables, incorregibles, de hombre de principios y pelliza de marqués.