Concluye el tiempo de julio con la acepción récord instrumentalizada como colofón en varios ámbitos de nuestro entorno más inherente. Por un lado, se marcha este mes de alertas con cromáticas pajizas -visto lo padecido- siendo el más cálido de la historia de Málaga, con una media aproximada de 28,2º, según la Aemet; por otro, penamos la plusmarca obtenida con suspenso y soportada con la resignación de los malagueños y frustración de foráneos sobre la imagen deteriorada de la ciudad debido a la suciedad de sus barrios y calles. A estas altas temperaturas, le sumamos unos olores exasperantes e indignos de una capital proclamada núcleo de referencia turística nacional e internacional por muchos de los próceres ignaros que nos gobiernan. Paradójico. Esta coyuntura además de contradictoria raya en lo inadmisible, por ello urge solucionar uno de los graves problemas atávicos de esta urbe durante décadas: la falta de compostura. El servicio integral de limpieza, anquilosado sempiternamente, requiere un tratamiento apremiante para la vitalidad connatural de la fisonomía de Málaga. Entre otras marcas obtenidas en este ciclo de estío, hallamos -en el sector servicios, una de las principales fuentes de ingresos para la economía local- la profesión de camarero. Esta ocupación discreta, responsable, atenta por el detalle, con saberes psicológicos, entrañable, invisible, sufrida y con exiguo reconocimiento, es la que más contratos genera en la provincia. El número de incorporaciones ha pasado en los últimos cuatro meses a 10.706, sumando un total de 45.000 contratos acumulados, según el informe semestral de la Consejería de Empleo. Cerramos el círculo en una Málaga apaisada donde el sofoco y el descuido; la incertidumbre y la protesta; la pasión y el desengaño lo declaramos en la barra o mesa de un bar frente a un confesor paciente: el camarero.