Lagunillas está en Málaga. Es Málaga también. Entre solares vacíos y derribos por ruina y falta de interés especulativo, personas como ladrillos apuntalan el presente de un barrio. Miguel Chamorro, por ejemplo, ese Atlas renqueante y sin más musculatura que la cardiaca, se ha echado el niñerío en riesgo que corretea por esas calles sobre su creativa espalda. La gente de Cienfuegos, Malaguistán (búscalo en Youtube)… Pero hay más.

Aquellos grafitis que vistieron con divertida dignidad las paredes del barrio abandonado hoy ya son barrio. Los inmigrantes que lo habitan se confunden con los estudiantes de español. Los bohemios extranjeros que compran pan o latas de atún en alguna de sus tiendecitas se cruzan con los gitanos de la Cruz Verde adyacente. Al arquitecto Luis Ruiz Padrón que, afortunadamente para quienes disfrutamos sus espléndidas entradas, escribe también en este periódico, te lo encuentras por la acera poniendo su ojo de urban sketcher en cada rincón, pintando con tonos pastel los contenedores de basura junto a una fachada semiderruida que sus trazos convierten en el mapa de Nunca Jamás. La última vez que me lo crucé por allí, el otro día, yo iba a Las Camborias, en la calle Huerto del Conde, terreno de Fantasía aún sin devorar...

En Las Camborias, bar y asociación cultural con sabor a pub de los 80, suelen estar los «malaguistanos». También Concha, una fuerza de la naturaleza que te saluda y te pide las cervezas aunque no trabaja en el bar, con esa determinación que tienen quienes saben que la vida hay que agarrarla por el cuello antes de que te estrangule a ti, y ya no soltarla ni para descansar. Concha, me cuentan, mientras yo la miro con una guitarra delante, tiene una historia detrás. Canta con amigos y desgarro pinceladas de la banda sonora de mi generación. Siempre rauda, también improvisa: «La vida se te va entre ilusiones y promesas… y whatsapps, whatsaaaapps».

Un trozo de nieve y dos carbones azules se acerca cuando la joven camarera, Lara, de una hermosura blanquísima (que refulge junto al tapiz cetrino de los flamencos que ya se han hecho un hueco para empezar la actuación), nos pregunta qué queremos tomar. A punto estamos de tararearle su propia banda sonora, el tema de Lara, cuando le pregunto si conoce Doctor Zhivago. «Claro, mi madre me puso el nombre por la película o por el libro, pero no la he visto…». Lara no lo sabe, pero es la Julie Christie belga malagueña de Las Camborias de Lagunillas.

Manuel el Metralla, El Buda, Miguel el Duende y el Ken, sin su Barbie, la lían. «Nos presentan el flamenco como algo exótico cuando en realidad no es más que nuestra manera de expresarnos», me dice el JuanLu con la cabeza llena de cine. Fernando sonríe como la vieja Morla de Ende. Sergio le inyecta su seductora veteranía a la Yolanda. El Moon habla con Manuela, la bella de la calle Agua. Al Buda da igual que le llamen Buda, redondito y calvo bajo su sombrero Chicago años 30, porque es un cantaor con una voz que nos arrastra con siglos de gitanería local. Y esto es esta tierra. Qué cursi empeño en perdernos de nosotros mismos. Aún queda verdad en Lagunillas…