Den gracias a Dios por la seguridad jurídica que les otorga el ser personas, y no platos culinarios. Ustedes, María, Ana, Pepe o Juan, se llaman tal cual aquí y en Kamchatka. Tienen libertad absoluta para proclamar su nombre y su gentilicio a lo largo de toda la extensión que abarca el orbe y sin que nadie les pueda cuestionar ni una cosa ni la otra. No ocurre lo mismo, por contra, con la gastronomía popular: una suerte de compendio de sabiduría consuetudinaria y regional que, a la hora de otorgar denominaciones, contenido y orígenes, no hace más que jugar al despiste. Y así, verbigracia, salvando los leves matices secundarios e insustanciales que añade o quita el recetario local de aquí o de allá, si uno se come el salmorejo en Antequera está degustando porra, pero si se toma un plato de porra en Córdoba lo que está comiendo es salmorejo. En Granada, la tostada mixta es de mantequilla y mermelada, pero si en Málaga piden un pitufo mixto se lo servirán con jamón y queso. ‘Mí no entender’, que diría el guiri. Y aquí tampoco es que lo entendamos mucho, pero bueno, ya estamos hechos a la doble nomenclatura. Lo mismo ocurre con la Ensalada Malagueña, que se parece más que mucho al llamado Remojón Granadino con patatas. Valgan estos tres ejemplos como muestra, aunque me sé muchos más. Sin embargo, el galardón al misterio gastronómico, el thriller de los fogones, se lo lleva, sin duda alguna, la Ensaladilla Rusa, alias ‘la Rusa’. Hace tan sólo unos días que Willie Orellana, chef de la taberna Uvedoble, se alzó como vencedor y merecedor del Trofeo Victoria en el IV Campeonato de Málaga de Ensaladilla Rusa, celebrado en el Gourmet Experience de El Corte Inglés. No tardaré en acercarme para probarla. Soy un amante de la Rusa. De la ensaladilla, quiero decir. Sin embargo, les tengo que reconocer que es un plato de gran incertidumbre. Nunca se sabe lo que te vas a encontrar ni en contenido ni en calidad, como en las películas de terror. La Rusa, de nuevas, es un melón por abrir, salvo que conozcas ya al chef, al cocinero o al ranchero. A mí, particularmente, me gusta la de mi madre, que es un espejo de la que servían en la primera localización de la antigua taberna granadina Eduardo Hoces. Patata, mayonesa y gambas, nada más. Pero el toque que le daban era para no perdérselo. Mi suegra, sin embargo, le añade todo lo que pilla: maíz, huevo, anchoas, alcaparras, espárragos, alcachofas, pimientos morrones, aceitunas y, en definitiva, todo lo que haga tenga a mano y case. También está muy buena. No seré yo quien diga otra cosa públicamente, que luego todo se sabe. En Málaga, si me obligan a elegir, yo me quedaría con la del restaurante Nerva, que está para derretirse. Como todo lo que allí se sirve. Pero, independientemente de la multitud de variantes regionales y domiciliarias que en su condimentación admite la llamada Rusa, no quisiera dejar pasar que sus orígenes rusos no están nada claros. Y ello porque, si bien es cierto que prevalece la idea de que la receta debutó en Moscú de manos de un chef francés, alrededor del 1860, también parece ser que en el recetario The modern cook, editado en 1845 por el chef anglo-italiano Charles Elmé Francatelli, ya consta una receta titulada Russian Salad. Ya ven, no identifiquen como ruso todo lo que adjunte el calificativo. La montaña rusa, por ejemplo, no se crean que lo es. Fue patentada por LaMarcus Adna Thompson, un inventor americano. No es rusa. Como Demis Roussos, que tampoco es ruso.