Los mejores museos no son sólo los que exhiben arte estimulante, inmarchitable, de la clase que nos reconcilia con las capacidades del ser humano. En mi opinión, este tipo de centros han de poseer una cualidad intangible pero tan o más definitiva que la de acoger un stock impresionante de obras mayúsculas: insertos en una ciudad, en su cogollo, han de conformar un espacio propio, ajeno a las fugacidades, las idas y venidas de alrededor; un lugar confortable en el que el visitante se siente habitante, resguardado de la estupidez y las minucias. Siempre que he entrado en el Museo Picasso Málaga he sentido precisamente eso: la emoción pequeña y callada de quien encuentra un refugio. Y eso es verdaderamente impagable.

Sé que no todos en Málaga lo han sentido así desde el principio. El gran reto de esta pinacoteca fue el de superar el sambenito de ser un recinto fino, quizás demasiado frío y alejado de la ciudad en la que estaba enclavado (como suele ocurrir con estas cosas, los aires de superioridad que le adjudicábamos tenían más que ver con nuestros complejos de inferioridad que con otra cosa). Pero, en realidad, era normal que muchos sintieran eso: acostumbrados como estábamos a esfuerzos culturales más bien intuitivos, con esa irregularidad, inconstancia e improvisación tan propias de nuestro carácter, la pinacoteca del Palacio de Buenavista suponía el salto cualitativo que necesitaba esta ciudad, el golpe en la mesa en busca de la ambición y la excelencia, de la calidad por encima de todo. Hoy, casi 15 años después de su inauguración, pareciera que el Museo Picasso Málaga hubiera existido desde siempre, que hubiese formado parte desde hace décadas del skyline emocional de los malagueños. No es poco mérito.