Enrique Ponce cada año suele ofrecer una clase magistral de su tauromaquia en La Malagueta, y después de que los toros de Samuel Flores que lidió el pasado sábado no le ayudaran a mostrar en toda su dimensión las virtudes que le han convertido en una gran figura del toreo, en la tarde de ayer se dieron las circunstancias propicias para poder mostrar a los aficionados esa combinación de técnica y arte que le ha encumbrado.

Ya dictó algunas notas previas en el que abría plaza, pero donde alcanzó su mayor dimensión fue en el cuarto, un toro de Juan Pedro Domecq que, como el conjunto de la corrida, desarrolló una gran nobleza. La presentación, como cabía pensar, no era la de los ´samueles´ del día anterior, pero finalmente el fondo fue más propicio para que el público que nuevamente casi llenaba los tendidos volviera a demostrar que en esta orilla del Mediterráneo se quiere como a uno más a este valenciano.

El astado había mostrado tener las fuerzas justas en las primeras tandas, y así el de Chiva no quiso restarle ni un muletazo y de un tironcito se lo llevó a los medios. Allí comenzó una fase preparatoria en la que consiguió que el burel pasara de estar reticente a coger el engaño a estar absolutamente entregado a él. Dándole mucho tiempo entre las tandas, otra de las virtudes de las que deben tomar nota los alumnos presentes en esta lección, la faena de verdad comenzó cuando tomó la zurda, llevándolo muy embebido en la franela y subiendo el nivel. A partir de ahí todo fue subir; como con los circulares iniciados tras un pase de las flores, algunos de ellos marcados por su gran ajuste. También hubo cosas buenas por la diestra como unos pases en redondo terminados muy atrás, enroscándose toro y torero tras la cintura de este último. El lío estaba servido, y los circulares invertidos con rodilla flexionada y cambio de mano incorporado, realizado en hasta dos ocasiones ante el deleite de un público en pie, no fueron más que la guinda a una faena importante. La estocada cayó arriba y público y presidente convinieron que las dos orejas era un premio justo.

Ya antes, en su primero, Ponce topó con uno de Domecq con gran nobleza. Quizá más que en el del triunfo. Sin embargo,le sobró mansedumbre, componente que también se dejó ver en distintos niveles en toda la corrida. A pesar de que Ponce siempre lo quiso llevar muy toreado a media altura, el animal insistía una y otra ver en mirar la salida. Hasta que decidió que ya no aguantaba más siguiendo el engaño y que el sitio donde quería estar era en el mismo por donde había salido. Pese a todo, el matador volvió a dejar constancia que el aburrirse pronto no es uno de sus defectos, y persistió quizá en demasía ante un toro que no quería pelea. También mató rápido y el público pensó que la actuación fue de dos orejas. En este caso no hubo acuerdo con el palco, que tuvo que poner la cordura al sacar una sola vez el pañuelo.

Fallón a espadas. El malagueño Salvador Vega tiene desde este año como apoderado al hijo de Juan Ruiz Palomares, el mentor de Ponce. No es raro pues que el de Manilva tenga con el valenciano acceso directo. Sin duda, no es mal ejemplo a seguir. De hecho, ayer en el primero de su lote pareció seguir las líneas maestras dictadas anteriormente, pero falló en la hora de la verdad.

Acartelado en una de las tardes importantes del ciclo, Vega dejó claro durante la tarde que no quiere que sus paisanos se olviden de él. Reivindicó sus deseos por ser figura del toreo con dos quites, uno por gaoneras y otro por chicuelinas a los toros de Ponce. Con el primero de los suyos también pudo mostrarse con el capote con verónicas a pies juntos, y con la muleta supo dejarle puesto el engaño para tirar de un astado igual de noble que de soso. Así, el torero tenía que poner todo lo que le faltaba, y lo consiguió sobre todo por naturales. Bien colocado, mantuvo un nivel excelente durante toda su actuación, llegando a exprimir sus posibilidades. Es lo que habría hecho probablemente el mismísimo Enrique Ponce. Pero la diferencia con éste es que él no desaprovecharía esta ocasión de oro para cortar una oreja de peso en plaza de primera que le podría haber ayudado a remontar el vuelo de su carrera.

Y las cosas que pasan. Cuando se desaprovecha una oportunidad así, corres el riesgo de que el segundo del lote no sea lo mismo. Lamentablemente, eso mismo fue lo que pasó, y el de Juan Pedro Domecq fue un manso muy huidizo que por no tener no tenía ni sensación de auténtico peligro. Nuevamente fallón con los aceros, Salvador Vega vio como se le iba otra tarde de importancia sin dar el necesario golpe sobre la mesa.

Y dentro de la nobleza de la corrida, José María Manzanares se llevó el lote menos propicio. El primero no es que le pusiera en dificultades, ni mucho menos, sino que precisamente estaba sobrado de bondad y carente de toda casta. Lo que se dice una hermanita de la caridad. Soso como él solo, pasaba andando tras el trapo que le presentaba el alicantino. Pulcra y correcta, su labor no tuvo reconocimiento porque daba la sensación de que su toreo era de salón tanto en redondo como al natura. Tan sencillo como que sin toro no hay Fiesta.

Y llegó el último de la tarde. Tarde, muy tarde, y con la afición a la que aún le quedaba otra corrida. En este caso se trató del más deslucido, junto al quinto, de todo el encierro. El burel no quería coger la muleta, y por el pitón derecho se le volvía antes de terminar de pasar. Tampoco era animal para alardes ni arrimones. Era para lo que hizo Manzanares: justificarse y tirarse a matar como un ciclón. Como lo ha hecho en toda la Feria.