Un triángulo de pasión y duelo, el sexo como vampirismo entre dos mujeres y un hombre con un final de voraz espanto. El cuento que abre el libro Manderley en ventaes una declaración de intenciones. Un bombón exquisito en su forma dulce con un licor que explosiona en la garganta. Su promesa es la sensualidad de su atmósfera, la carnalidad de un lenguaje que es incisivo y juega entre las sombras de lo que sugiere y lo que oculta, ofreciendo una inquietud con gamas azules, negras, inquietantes y hermosas desde la tradición de lo gótico y lo inquietante de lo cotidiano. Sin esta clave es peligroso ir descalzo por el interior de los cuentos de esta escritora que debutó hace años con este libro, reeditado y limpio de viejos ruidos ahora, demostrando la fuerza de entonces, la vigencia de su mundos y de su mirada azul oscuro, la actualidad de las narraciones que abordan los miedos psicológicos para explorar y desnudar las verdaderas amenazas y peligrosidades que ocultamos dentro de nuestros rincones oscuros y que en ocasiones desconocemos hasta que algo las provoca hacia fuera

Manderley es la casa de «Rebecca» el espacio físico y mental donde los fantasmas suceden, las palabras forman parte de un conjuro, y los vecinos de al lado no son lo que parecen. Tampoco las madres que celebran las nuevas parejas de sus hijas ni los exnovios que sucumben al hechizo del trasero de la chica con la que rompieron. Todo puede ser una trampa, un aparente espacio o gesto doméstico que de repente prestidigita otra coda muy diferente, menos amable. Hay en estos cuentos tallados con cuchillos de cocina y con abrecartas suaves criaturas que se enfrentan a los abismos o que lo son en sí mismas, secretos guardados, infancias de las que provienen actitudes y recelos, amores y odios que se trenzan sutilamente en pentagramas azules, igual que encantamientos, costumbres aristadas, galerías que de repente le confieren otro sentido al orden de una casa y el equilibrio que gobierna. Y de vez en cuando entre el miedo, la intuición, el erotismo, los afectos, las rutinas, caen plumas atornasoladas, unas alas blancas o una feroz dentellada del pánico y sus diferentes metamorfosis. Escribe Esteban como una Patricia que reina y gobierna los espejos y cocinas de lo femenino con la habilidad de susurrarle al lector como quién no quiere la cosa, con la seguridad de una ama de llaves y la inocencia de una institutriz que aprecia los detalles y de su suma renace una especie de monstruo al que el lector debe sopesarle sus razones, sus raíces, los desenlaces que se podían haber evitado y los que siguen aconteciendo después de un final que nunca cierra su puerta del todo. Esta es otra de las claves y de los aciertos de la escritura que juega con las obsesiones y los extrañamientos, aquellos que proceden de lecturas clásicas y maniqueísmos, y los que pertenecen a la modernidad de nuestros miedos de hoy, de esas ficciones fantásticas en las que uno se refugia para huir, para sentirse a salvo de cualquier cosas que a priori parece inverosímil: un árbol de navidad, un potro con un solo ojo en la frente, el sueño sobre un cataclismo, un vestido de seda azul, una casa con los techos altos.

No tiene silencios ni vacíos este libro en los que detenerse. Sus cuentos no dan tregua, se beben despacio y ocurren enseguida como un eficaz y certero veneno. Leídos ahora, después de su aparición en 2007, se saborea su precisión de entonces, se intuye la madurez que los ha revisado para aquilatar con mejor maestria un adjetivo, un sujeto, un instante de atmósfera, un temblor entre todos los temblores de este ajuar de cuentos, guardado entre aromas a limones y sangre insomne en uno de esos cajones donde se guarda la ropa blanca más delicada, la habitual del goce y del trato doméstico, y bajo la que uno pesadilla que a veces pueda estar esperando a mano y su momento un afilado cuchillo. Al igual que el vino han madurado en crianza, en reserva. Era de esperar cuando se había leído de Patricia Esteban Erlés su casa de Muñecas y su Azul Ruso.