Editorial Lumen

Wallace Stevens: Un meteoro en la poesía

Andreu Jaume, responsable de ediciones de cabecera de Shakespeare o Eliot, publica para Lumen la versión más completa en español de la obra de Wallace Stevens, el autor que revolucionó la poesía sin salir de Connecticut y trabajando en los seguros 

Wallace Stevens

Wallace Stevens

En las ideas y venidas de la poesía del último siglo, a menudo neuróticas o reiterativas o, como mínimo, provistas de su propio escuadrón de simpatizantes y de moscardones, pocos autores han sabido despertar tanto consenso respecto al lugar que ocupan en el parnaso como el estadounidense Wallace Stevens. Una circunstancia que, si se tiene en cuenta la inconstancia de los tiempos y, sobre todo, el temperamento del autor, minuciosamente reservado y ajeno a las conspiraciones y hasta a los centros de poder de la cultura, no deja de resultar sorprendente. Incluso, por momentos, irradiante de esa especie de castigo profético que se suele atribuir a los hechos que se alinean conforme a los propios gustos y que, en este caso, parecen invitar a fabular con una lección de la historia tan remachada con entusiasmo como distraídamente oportunista. De algún modo, y, después de la trastienda vanidosa de muchas de las vanguardias, de su obsesión por el engolamiento individual y el exhibicionismo, se antojaba lógico -y hasta deseable- que fuera un agente de seguros el encargado de poner patas arriba el género y ampliar sus canales expresivos. Y que, además, lo hiciera sin ocultarse y a la vez sin dejarse ver, publicando tardíamente y detrayendo de su obra todo lo que no fuera la obra misma.

Al contrario que otros grandes poetas -que no se juzgue a nadie, si escribir ya es difícil, imaginen lo que debe de ser estar vivo- Wallace Stevens mantuvo una existencia de las que uno de esos apologetas de lo de morir joven y dejar un bonito cadáver no dudaría en calificar de anodina. Hombre oficial de una sola mujer, abogado titulado en Harvard y vicepresidente de la compañía de la ciudad de Connecticut en la que residía, apenas se le reconocen hechos más reseñables que alguna excursión por el país, la pelea en Cayo Hueso con Hemingway -a mandoble limpio- y la gloria, entre otros, del Pulitzer, a la que tampoco se entregó con ánimo justiciero ni concediendo entrevistas. Una manera discreta de acudir al mundo que, en su calculada privacidad, no admite más valor como anécdota que la admirable concurrencia con su acepción de la poesía, refractaria a la voz autoritaria del ‘yo’ y asentada sobre una experiencia en la que la contemplación se une a la indagación y al murmullo metafísico. «Los autores son actores, los libros son teatros», escribiría en uno de sus aforismos. Un teatro que, en lo que concierne a su bibliografía -la mayor parte concebida mentalmente durante sus paseos a la oficina- supone casi un templo. Y una de las líneas de ruptura para la poesía estadounidense, que acusa su influencia en autores de la envergadura de John Ashbery, y de la que se puede decir que sin su concurso hubiera tomado un rumbo- y a cabalidad- radicalmente distinto.

La aportación de Wallace Stevens a la poesía traspasa los límites del idioma, que es algo que ahora se puede apreciar en español en toda su intensidad, gracias a la publicación del grueso de su corpus poético a cargo de Lumen y de Andreu Jaume, a quien todos debemos mucho por sus estudios y adaptaciones de Shakespeare y T.S. Eliot. El volumen da la medida inabarcable del poeta, añadiendo a las ya clásicas traducciones de Andrés Sánchez Robayna y Daniel Aguirre, las versiones de Jaume, quien también incorpora un interesantísimo prólogo que sirve como ejemplo de las numerosas interpretaciones de la obra del autor, al que es difícil captar el contorno y, sobre todo, hacer que los contornos de dos lectores distintos se superpongan y coincidan. Más allá de los ecos orientales, del simbolismo francés, de Wordsworth o Platón, la poesía de Wallace Stevens representa una lengua autónoma que se sitúa a medio camino entre la aventura intelectual y el mundo sensible, que pertenece, sin duda, a ese terreno en el que la creación se confunde con la filosofía y en el que toda expresión es un descubrimiento y un nacimiento enunciativo. Jaume rescata en su introducción una sentencia de Emerson en la que el pensador, muy presente en el poeta, da con la fractura última que abraza la imaginación de Stevens: una conciencia del lenguaje que se mira a sí misma y que recuerda que todo lo que se dice, y ahí está el ejemplo de la etimología, es también literatura fosilizada, poesía que ha perdido el camino hacia su combustión y origen. Leer este volumen, en línea recta, asaltado al azar o, incluso, de vuelta, es regresar a ese sentido emocionante y mitológico de lo que era, o quiso ser la poesía; a su lugar entre lo invisible y lo visible, ese faisán, ese meteoro, que se adentra en el bosque, como decía el propio autor, esa noción de la experiencia como primordial conjetura.

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