­Primero fue Dioniso, con el cuerpo quebrado en una de esas posturas hedonistas con las que la antigüedad acabaría influyendo en las revistas de moda. Después llegarían Artemisa, y una muchacha desnuda y Apolo, quizá con restos de algas entre la lira y la frente parcialmente cubierta de mejillones. Todos arrancados por la tormenta, llegados en un golpe de viento de la negritud de las aguas, como si alguien hubiera abierto de repente el portón de un olimpo invertido, o al menos, de un cielo subterráneo, situado a apenas unos kilómetros del ajetreo de las fichas de la ruleta y los vestidos espumosos del casino en las noches de gala.

En las playas de Torrequebrada, en Benalmádena, los pescadores mezclaron siempre las figuras con el imaginario cristiano. Veían en el cuello de las diosas, de los mitos, los restos de una iglesia muerta trabajada con mucho mármol. A principios de los sesenta, el yacimiento, trufado de enigmas hasta hace muy poco, empezó a ser conocido como el pecio de los santos. Vírgenes, mártires, cuya condición evangelista se iría desvaneciendo con la esponja y el interés de los estudiosos. Meses después de la aparición de la primera escultura, el erudito Juan Temboury fijaría la edad de Dioniso, y con ella la de todo el naufragio, en la época romana.

Fue la primera aproximación, publicada en la revista Blanco y Negro, de un puzzle que no acabaría por ensamblar todas sus piezas hasta 2003, con una investigación de la empresa arqueológica Nerea impulsada por el Ayuntamiento de Benalmádena. Javier Noriega recuerda los pormenores de un trabajo que catapultaría definitivamente a la firma en la reconstrucción de hundimientos, de los que lleva estudiados más de 450. El examen del Isabella estuvo repleto de pistas falsas, de datos entrecruzados que sólo empezarían a enfilar lo que más tarde sería una senda común a partir de la visita del Centro de Recuperación e Investigaciones Submarinas (CRIS), que se adentró en las aguas para comprobar la hipótesis aventurada en Málaga. En su expedición, los técnicos del CRIS tropezaron con planchas de latón y clavos estampados en frío, en un nivel todavía muy lejano al barco, pero que indicaban, sin atisbo de duda, que el naufragio correspondía a una etapa muy posterior a la que trajinaba con ambiciones de césares y ceremonias báquicas.

El profesor de la UMA Pedro Rodríguez Oliva hablaría más tarde del análisis del especialista italiano Bianchi Bandinelli, que aseguraría que las piezas, aunque de factura impecable, habían sido cinceladas en los siglos XVII y XVII, en plena oleada de regusto neoclásico. El experto también aportaría información útil para la recomposición del naufragio: aquellos apolos y dionisos salidos del mar se parecían sospechosamente a los que se utilizaban para decorar los jardines de las mansiones coloniales. Los nuevos datos obligaron a rectificar a Temboury, que relacionó entonces los restos con la villa malagueña del cónsul británico William Mark, promotor del cementerio inglés de Málaga.

Cuando Nerea se hizo cargo de la investigación, el Isabella era una sopa de conjeturas sobre un fondo de complexión decimonónica. El equipo de Noriega hizo dos descubrimientos: uno, sobre los propios restos del barco, en los que advirtió la inscripción de la palabra Muntz, que más tarde se revelaría en una marca de aleación de revestimiento para barcos vigente en la navegación a partir de 1840. Con esa fecha, y tras una laboriosa búsqueda en archivos, los investigadores encontrarían la primera referencia directa al naufragio: un anuncio de prensa en el que se convocaba una subasta pública con sus restos.

Gracias a ese torrente de documentación, el pecio de Torrequebrada dejó de pertenecer a los santos para convertirse en el Isabella, un barco que en 1855 había partido de Génova con rumbo a Calcuta con un cargamento de esculturas, mármol, barras de azufre y cañas de bambú. De su tripulación, lo único que se sabe es que estaba a las órdenes del capitán J. Brown. Y también que el naufragio no dejó ningún muerto. Sobre las causas, el Gibraltar Chronicle, da algunas pesquisas en sus números de la época, en los que alude a una sucesión de temporales en las aguas de la zona, entonces de tránsito ineludible en los viajes a la India, que todavía no contaban con la pasarela introducida por el canal de Suez. En algún jardín de Calcuta, con otomanas y hamacas hechas de tripa de animal, una familia de colones se quedó sin ver el cuerpo de Apolo, el brazo erguido de Artemisa. La bala fría de la tempestad, tan llena siempre de fantasmas.