Ha habido muchas. No todas descafeinadas. De muy diversa tracción expresiva, con ángulo y bonete, didácticas, laicas, fasciculares. De la cachetada lenitiva al mamporro, el guantazo, la mano abierta, el puño sensible, la hostia bien dada y priápica, que es, según el siglo veinte, todo un aval calderoniano. Desde que los folletines dejaron de lado el arquetipo y abrazaron el arquetipo con famoso, la Costa del Sol ha sido todo un vivero de puñetazos, algunos de ellos de éxito y relumbrón, pero quizá ninguno comparable a ese dúo imposible que la historia, la gran historia de Marbella, une siempre por los nudillos y, en cierta modo, por la raza y el carácter; el uno, de digestión tipo melé, histérica y atrabiliaria y el otro casi inigualable en su perfección formal, la hostia clásica y ruda de toda la vida, que es la hostia, como todo el mundo sabe, que viene y ha viajado por la Alcarria. Alain Delon y Camilo José Cela se avinieron a la jet y acabaron, lógicamente, dando un par de sopapos de escaparate, los dos contra la prensa del corazón, que ya entonces era un incordio y había que apartar a manotazos como si fuera la mosca de vinagre, tan parecida, en lo científico y en el genoma, al resto de nosotros, los seres humanos.

Cela y Delon pegaron a un fotógrafo y a Mariñas porque, en el fondo, eran como ellos, chismosos, con ganas de ser muchos e inmorales, sólo que con una diferencia de clase: don Camilo pegaba como pegarían los obispos latinistas a los monaguillos con aspiraciones, para recordarles que a Dios no se llega sin estudios, ni casi nunca siquiera por las patas. Cachetazos memorables y parecidos, pero, lástima, todavía no sincronizados; el primero en golpear fue Alain Delon, allá sobre la cornisa de los últimos días de 1983, cuando se había hecho un fijo en el 1x2 de los veranos de Marbella y formaba parte con Jean Paul Belmondo y Ventura de una cuadrilla que ambicionaba, incluso, comprarse unos terrenos en la zona y montar un parque de ocio.

Andaba el actor francés en esos días por la urbanización de Las Torres, por donde lo buscaban a diario toda una caterva de fotógrafos. Se había corrido la voz de que Delon estaba en la Costa del Sol, pero al actor, escurridizo en la vida y en la alcoba, no daba ni la más mínima señal de vida, hasta que un día, cuando ya los ánimos reporteriles estaban a punto de declinar, unos cuantos periodistas se lo encontraron paseando en bicicleta en compañía de una muchacha; Enrique López fue el primero en avistarle y no lo dudó: se fue directo al caramelo y disparó entusiasta. Delon, con fama de veraneante huraño, tampoco se lo pensó, se acercó y le dio una tunda de campeonato, dejando, incluso, la puerta del coche desencajada y al equipo y el reportero hecho unos zorros. Lo que iba camino de un reportaje pastoril acabó, sin embargo, convirtiéndose en un escándalo, con las fotos tomadas desde la retaguardia del puñetazo; a Delon el asunto le salió caro. Concretamente, 22.000 de las antiguas pesetas, que fueron embolsadas por orden judicial dos años más tarde para restituir al cámara de los daños y del mal trago.

Después del incidente pugilístico, Alain Delon dejó de asomarse con tanta frecuencia por las plazas concurridas de la Milla de Oro. A Cela, el suyo, le importó un rábano, y siguió viéndose a la luz del sol con su señora, secretamente ufano de su gesta bizarra. «No ha pasado nada, simplemente un ´uppercut´», comentaría más tarde a los círculos de la prensa. Con permiso de Vargas Llosa y García Márquez, el Nobel, como la mujer eslava, no se inmuta cuando pega. Ni siquiera en los prolegómenos. Cela lo hizo a cara descubierta, en 1991, en plena cena de aniversario del hotel Coral Beach, sin pedir viático a las Gunnillas ni a las estrellas barrigudas que pululaban por la noche de la costa. En un extremo de los jardines localizó a Mariñas; se quitó la servilleta, se levantó de la mesa y fue tranquilamente bordeando la piscina. El periodista pensó que venía a saludarle. Incluso, en el primer meneo, la mayoría de la concurrencia, acostumbrada al genio expansivo del escritor, creyó que se trataba de una perfomance. Pero Camilo no estaba para bailes, al menos fuera del cuadrilátero: menuda galleta despanzurrada que se marcó el vate. Y sin necesidad de que eso pusiera fin a la velada. El pobre Mariñas fue consolado por el jefe de prensa del Atlético de Madrid, que por aquellas carambolas a las que se entregaba Gil en su ánimo destructivo equidistante -tanto fue Marbella y tanto fue el Atleti, que ahora, recién, se levantan- formaba parte del personal de guardia. Ser el hombre al que hostió Camilo José Cela; eso es a la literatura lo que el beso de la Preysler. No todo en la provincia iba ser almíbar y promociones inmobiliarias.