La costa, todavía llena de polvo, recobraba la fisonomía del poema. Se volvía carcasa de venus, finta decadente, materia ilustrada. Era como si recibiera descargas eléctricas, brotes de azul en el azul, nociones exactas y desplegables de misterio. Las cosas del agua y del veraneo tienen también su dogma y a menudo es literario. Sabemos que el mar fue un invento de los clásicos, que los lagos quedan bien con las sinfonías del norte y que las playas las trajeron los franceses. Y que en medio de todo esto, llegó Torremolinos, que era aún, en sus inicios, un paisaje sin palabras. En el turismo, especialmente en los rincones en bruto, hubo un momento en el que todo emergió entusiasta y de pronto, como empujado por una iluminación repentina a la que luego siguieron toneladas de espetos y peonadas interminables. Vino primero la intuición y más tarde el trabajo, un minuto decisivo en el que el tiempo, se abría de un tajo, dejando a un lado el pasado, que era tozudo y también presente, y del otro, en un claro más amable, lo que estaba por llegar. La Costa del Sol fue forjada con muchas de estas pequeñas epifanías, aunque quizá nunca ninguna tan clara como la que cambió la historia de La Carihuela, en 1950, con la visita de Martine Carol.

La imagen de la actriz paseando por la playa, con un albornoz blanco, rodeada de miseria, tuvo forzosamente que significar un amago de ruptura, una ensoñación salvaje. Nunca antes se había visto un pelo tan rubio; sus pies, su cuello de fresco eclesiástico; más que una mujer parecía una anunciación. Si a los pescadores les hubieran dejado, quién sabe si no habrían tomado la de la inversa a Penélope y guardado un mechón en un cofre para esperar junto al mar a que volviera a salir del agua. Había tanta distancia que todo parecía irreal, como si Martine Carol emergiera verdaderamente del futuro, por más no se separara de las cámaras y de la evidencia de la trampa. La actriz había venido a rodar El deseo y el amor, aquel bodrio por encargo asumido por Henri Decoin que el francés se tomó al pie de la letra, con oficio pero sin ganas, ajeno tal vez al principio de revolución económica y social que los actores iban dejando a su paso.

Durante dos meses, la producción fue recorriendo Málaga, moviendo de un sitio a otro entre el ajetreo de focos a una joven y casi desconocida Carmen Sevilla, con Martine como barrido, arrastrando toda la cultura y la incultura de la ciudad como si fuera un tornado. La artista era entonces la mujer más guapa de la tierra, el gran símbolo del cine francés, todavía sin mostrar su lado trágico. En los días de su visita, quedaban unos años para que surgiera la Bardot y se instalara la guerra fría, el complejo sistema de antinomias. Quizá, si Brigitte se hubiera dedicado al estudio de la escolástica, Martine sería ahora la novia de Francia, como fue en la década en la que ambas, sin ningún tipo de recelo y antipatía personal, se convirtieron en las dos caras de una moneda de oro.

A Martine Carol, de la que se esperaban décadas de fortuna y de Hollywood, le tocó el lado que viaja a los infiernos. Y ya, muy a la postre, se habló, incluso, de cartas marcadas. En la época que convulsionó Torremolinos no había todavía, sin embargo, ni el más mínimo rastro de drama. Las fotografías de Herber List en La Carihuela la muestran descalza, con el pelo desordenado y una felicidad acolchada en los rasgos que despierta la misma sensación que siente cualquier observador cuando trastea entre las fotos de juventud de Marilyn Monroe; ninguna sospecha, ningún temor, pese a que entonces ya se sabía que la actriz había pasado por algunos malos tragos: el secuestro tan equívoco al que la sometió Pierrot Le Fou, que más tarde acabaría por enviarle flores a su casa, o el amor frustrado con Georges Marchal, del que después se supo que terminó con un intento de suicidio. La artista, en el pináculo de su juventud, se había arrojado al Sena, que es un asunto que gusta siempre para leer a Baudelaire, pero que en la vida real no tiene gracia literaria.

Martine Carol, a la que nada pudo abatir más que ser considerada la precuela fulgurante y rota de Brigitte Bardot, murió joven, en una habitación de hotel de Montecarlo, minutos antes de acudir a una recepción con Grace Kelly y Rainiero. Para entonces, en 1967, Málaga y Torremolinos, ya habían aceptado el reto y el milagro. El pueblo de red y caña empobrecido empezaba a llenarse. Incluso, a probar de nuevo el mismo salmo. La actriz pasó por la Costa del Sol diez años antes de morir, ocupada en un rodaje más serio, el que la llevó a compartir cartel con Sean Connery y Van Johnson, traducido en España como La frontera del terror, con localizaciones en la zona de Granada. De sus paseos por Málaga, además de la revuelta alumbradora, se recuerda su visita a una de las famosas fiestas de disfraces que por entonces la asociación de la prensa convocaba en el hotel Miramar. Ahora en la prensa no se baila. Y la tumba de Martine, que en Francia fue desvalijada, queda por siempre en Torremolinos como una tumba de agua.