Mis días marinos

Dieciséis años

diECISÉIS AÑOS

diECISÉIS AÑOS / Mariano Vergara

Mariano Vergara

Mariano Vergara

Como el agua entre los dedos, el tiempo, victimario de ilusiones, escapa. Difumina los recuerdos. O lo intenta. Como un corazón dibujado en un cristal empañado. Como el vaho. Como el humo. Como las musarañas en un haz de luz, que entra por la ventana en una tarde de invierno. La sutileza de un visillo transparente. El tiempo huye y con él, los recuerdos. Necesidad de un olor, urgencia de un tacto, ayudas exteriores para recordar el roce suave de unas manos frágiles, el tono apagado de una dulce voz, el azul de unos ojos, que se han vuelto grises. El sabor de la fruta escarchada, o de un bizcocho de ciruelas. El olor de tu perfume. La música que te gustaba. O aquella con la que te despedimos. Bach, Allegri, Mozart. Aunque preferías el Corazón partío. Como me quedé cuando te fuiste. El día que María José y yo abrimos tus armarios en el trastero, no pude soportar la oleada de ti, que salió de entre tus vestidos de Ángela.

Da igual la edad. Ante la ausencia, uno se queda como Jeremy Buttons. Un viejo con sentimientos de niño. O un niño como un anciano. Nada encaja. Sin anclas, sin raíces, sin la esperanza de que el amanecer traerá la luz. La noche oscura del alma. El tiempo ayuda a soportarlo. Es vivible y soportable el dolor. Puedo mirar una foto tuya sin miedo a las lágrimas. Incluso ni se me ocurre acariciarte en ella. Pero hay un antes y un después. Y en estos tiempos de infamia es peor. Todo es susceptible de empeorar sin esfuerzo alguno. Y hay que cargar con la maleta de la ausencia y seguir andando por el andén que lleva directamente a la estación término.

Meses de niñez en Mijas. En alguna casa próxima sobrevivía una perturbada que de noche gritaba. Las campanas doblando en la noche de difuntos. La vida entonces era blanca como una sábana puesta a secar al sol sobre la hierba. Una cabrita blanca que alguien me regaló. Montar en burro por las calles apenas empedradas entonces. ‘El cosario’ que subía de Fuengirola y la gente arremolinada en la plaza. Veranos de adolescencia en Ronda entre los pinares de la piscina del hotel Victoria, en la edad de los calentones y las espinillas. Cuando uno descubría que había algo perturbador que no controlaba ni en sueños. O de viaje por España, alegres y acalorados, o callados y mustios, dependiendo del humor que te encontraras. Pero tú eras así, habías sufrido mucho y algunas mañanas negros nubarrones empañaban tus ojos brillantes, como cantaba Garfunkel en aquel vídeo maravilloso que Gonzalo montó con viejas fotos de ajado color cuando te fuiste. «Don’t cry, don’t cry, with such a very pretty blue eyes», como nos contabas que te decía tu padre de pequeña. Tu padre, qué personaje, que llevaba una vida tan extraña y ajena, siempre mirando al mar que le robaron, o que él no se atrevió a cruzar, en aquella casa de locos en la que tan felices fuimos.

Veranos en Santander en el Real, donde tanto nos aburrimos. Y Semana Santa en los balcones de calle Larios. Y la feria en el Parque. Parece que hubieran pasado mil años. Y es posible que hayan pasado. Nada queda de todo aquello, de aquel mundo, que era la cara opuesta a este. Y vísperas de Navidad, preparando paquetes de comida para «los pobres» aquel apelativo genérico, que encerraba una forma de morir diariamente para nosotros desconocida. Y cuando lo descubrimos, nos hicimos rebeldes, universitarios pequeñoburgueses, jugando a ser rojos y revolucionarios. ¿En qué estación quedaron abandonados aquellos sueños, aquellas inquietudes, aquel viento en las velas de nuestros años mozos? Y tus noches en vela en verano, esperando nuestra vuelta de madrugada de Torremolinos en un estado más que dudoso…pero tú siempre velabas y esperabas sin desaliento y esperanzada de que una noche más sobreviviéramos a aquella carretera de películas de los sesenta. De los sesenta del siglo pasado, qué rápida se nos fue la vida, sin darnos cuenta.

Y los veranos de Guadalmar, los mejores años de nuestra vida, cuando el salitre y los eucaliptos se mezclaban en el aire y aprendíamos cosas que no se hablaban entonces, cuando velos y misales fueron desapareciendo y perdimos la fe… cuántas cosas se quedaron en el camino, incluidas tus caricias, el arroparnos de noche, o tus cuidados durante alguna enfermedad más o menos leve. Y empezamos a volar lejos y solos, aunque siempre volvíamos a «la casa», aquel lugar cálido, el hogar que tú habías creado y en el que siempre nos sentíamos seguros, protegidos, arropados como cuando niños, que consistía en fingir que nada había cambiado, cuando ya nada era igual, porque tenía que ser así. Y entre visillos muchas veces se palpaba la tensión en el aire. No todo fue color de rosa, ni evitamos los choques, ni llegamos a dialogar abiertamente. Entonces esto no se hacía. Simplemente porque no. Cuantas amarguras y sinsabores se habrían ahorrado sentándonos a conversar y a abrirnos unos a otros. Bajo un suave terciopelo, se adivinaba algún que otro afilado dolor. Pero «la casa» había cambiado mucho, aunque en el fondo aquello no gustara excesivamente al Peter Pan que todos llevamos dentro.

No sé por qué te fuiste tan pronto. Al fin y al cabo, tú no solías tener prisa nunca, como le pasaba a tía Angelita, que llegaba a la parroquia de San Miguel antes de que el cura hubiera abierto la puerta casi de madrugada y que parecía que tenía que recuperar alguna hora perdida al nacer. Pero te fuiste. Ayer, día de San Patricio, el mismo día que tú hace dieciséis años, se fue tranquila como siempre Conchita Gómez de la Bárcena, que tenía el mismo azul que tú, las mismas pecas que tú y el pelo rubio como tú. Irse con ciento dos años y con la cabeza perfecta es algo envidiable. Y la misma dulzura en los ojos que tú. Recuerdo el día de tu despedida, cómo me enjugaba las lágrimas y me consolaba y me parecía que eras tú misma. Había algo común en todas vosotras, como una marca de fábrica de sueños, de estabilidad, de arrobo, de estilo. Con ella se va la última señora de aquellos tiempos de la Caleta. El mundo de ayer. Ahora las cosas son diferentes, muy diferentes, aunque nos hemos acostumbrado incluso a pestes y tramposos. A la guerra nadie se acostumbra. Nunca. Pero nunca se acaban. Cuando no queríamos comer algo, que no nos gustaba, siempre decías: «si supierais lo que es una guerra…». Ahora las vemos en televisión.

El día que te fuiste diluviaba. Como solo en Málaga sabemos lo que es una riada. Como cuando ya mayores nos poníamos a ver las tormentas de truenos y relámpagos en el mar desde las ventanas de la casa, aunque recuerdo con nostalgia infantil los tiempos de grandes lluvias, cuando en la casa del Paseo de Sancha - aquella casa maravillosa de salones estucados con chimeneas y suelos de mármol y puertas blancas con cristales empalillados cubiertos con visillos de organdí blanco también - nos sentábamos en el tramo de escaleras de madera que subía a la cocina, contigo, Dolores, Pepa Toledo, Ascensión y la señorita Ana María y encendías una vela amarilla de tinieblas para ahuyentar los rayos. «De viento, lluvia, rayo y tempestad, líbranos Trino Señor»…qué cosas. Dolores me ha contado después muchas cosas tuyas que yo desconocía, hermosas acciones que tú ocultabas, porque siempre fuiste muy tuya para los secretos y de la misma forma que tenías tantos sobres de ahorros para Navidad, Reyes, santos y cumpleaños, tenías también muchos sobres en los que guardabas sueños rotos, ilusiones perdidas, fotografías, estampas de santos, recortes de periódicos… «para aprender de los hombres tristezas y desengaños, no hay ciencia que enseñe tanto como el correr de los años».

Hace dieciséis años. Te fuiste entre la lluvia, como una presencia que se desvanece, como una figura que desaparece entre la niebla, dejando una leve estela de bondad, belleza y buenas intenciones, para convertirte en el recuerdo de un sueño. Y te dijimos adiós con la cantata de Bach Ich habe genug, ya tengo bastante. También podíamos haberte despedido con aquello de «espérame en el cielo, corazón, si es que te vas primero…». Pero no se nos ocurrió. Imagínate que te lo canto ahora. He tardado dieciséis años en ser capaz de escribirte. Ya está hecho. El círculo se ha cerrado. Puede que alguno diga ¿y a quién le importa? El que eso diga, ese sí está muerto de verdad. Hasta que volvamos a vernos. Adiós mamá.

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