Me entero por la agencia Reuters de que un juzgado de Madrid ha admitido una querella del Centro de Estudios Jurídicos Tomás Moro contra Diego López Garrido por prevaricación y malversación de fondos públicos. López Garrido, el veterano político socialdemócrata -en Izquierda Unida, primero; en el PSOE, después; Secretario de Estado para la Unión Europea, en la actualidad, declarará como imputado de esos delitos, según la querella, por haber subvencionado en dos ocasiones, con 60 y 18 mil euros, a la Fundación Alternativas de la que fue patrono.

Uno tiende a creer en la honestidad de este político, curtido diputado ya en cuatro legislaturas, que asegura que dimitió como patrono de esa fundación poco después de asumir la secretaría de estado. También, en negativo, porque la asociación jurídica Tomás Moro, que se querella contra él, es conocida por sus demandas contra clínicas abortistas, la defensa de la familia y la enseñanza privada subvencionada: toda esa retahíla nacionalcatólica que el lector conoce. Otra nota desentona en la noticia: el que su secretaría de estado se encargue de las relaciones con la Unión Europea y que la querella se haya admitido –deprisa, sin esperar el juez la toma de postura del fiscal– justamente ahora, a tan poco tiempo de la presidencia española de la Unión.

O, tal vez, todo se reduzca en mi caso a la necesidad personal de mantener una sombra de buena fe en algunos pocos políticos virtuosos que mantengan la ejemplaridad que para ellos pedía ya Cicerón: gente que se dedique a hacer cosas honestas y útiles para la mayoría. La política, tanto como la educación –o lo que es lo mismo: toda la vida social en lo que tiene de vocación de permanencia entre generaciones– se basa en la ejemplaridad, en el papel de espejos que repiten modelos que crean imitación. Y, aunque de ese mecanismo depende la supervivencia de cualquier sistema social jerárquico –más aún el de las democracias, que se basan en la elección–, todos los espejos se están haciendo añicos.

Da grima, en este sentido, ver a maestros manifestándose pidiendo el respeto –con pancartas y todo, como las víctimas de una reconversión industrial– o aprobando, en comidillas gremiales, la declaración de autoridad pública de que los ha hecho objeto la Comunidad de Madrid. En el olvido freudiano de que el respeto nace del propio –la "dignitas", la propia ejemplaridad, el reconocimiento de la propia naturaleza de espejo del que se dedica a enseñar– y no se pide como una subida de sueldo.

La noticia, en fin, da pie también a recordar –con desgana, eso sí, y escribiéndolo con tinta de limón– el derroche de dinero público, tan poco ejemplarizante, que en la derrama caprichosa de los sucesivos gobiernos españoles, ha ido y va a tantas fundaciones de la nada –por rescatar el exabrupto de Alfonso Guerra a propósito de los, ya viejos, renovadores del PSOE–. Entre ellas, alguna tan laboriosa como la FAES –qué inquietante el eco falangista de sus siglas– de Aznar que se ha embolsado hace poco más de 170 mil euros con los que ha costeado, por ejemplo, un libro reciente que niega el cambio climático, con la habitual falta de complejos de su fundador. Hasta hace unos años subvencionábamos con nuestros limados sueldos a una fundación que llevaba como santo y seña al mismísimo general Franco. O, por acabarlo aquí, la sopa boba, tan cara y pública, con que alimentamos entre todos a los centros de enseñanza privada "ma non tropo"...

A uno le gustaría que López Garrido pudiera dejar clara su inocencia judicial, más que nada por no oír de nuevo el estruendo de un espejo roto. La imagen que nos devolvía de él el suyo, siempre discreta, desgranando de vez en vez bien hilvanadas razones y educadas palabras, o su rostro de prócer clásico, de mirada algo cansada y triste, tal vez mereciera la pena persistir sin romperse, en esa labor que le ocupa ahora, que queremos creer, como el clásico, virtuosa y útil.